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9
Delicias amargas
Publicat el: 4 de juliol de 2021
CRÍTiCA: M’hauríeu de pagar
Dice el autor de M’hauríeu de pagar que sus tres monólogos tratan de la soledad. Sin llevarle la contraria a Jordi Prat i Coll, el espectador percibe en esas historias un dolor mucho más profundo. Una herida que supura abandono, incomprensión, rencor, desamor, deseo, infancias imperfectas e identidades incompletas. Y también, como plantea Alice Birch en Anatomy of a Suicide, cómo ciertas lesiones del alma se heredan. Quizá la amalgama de todo sea la etiqueta de un frasco lleno de ponzoña. Se lee: “Soledad”. El gran mérito de Prat i Coll es que nos bebemos con fruición ese líquido oscuro hasta la última gota, hasta la última palabra, como si lo recibiéramos fascinados del hada malvada de La bella durmiente.
Un espectador invitado explícitamente a participar de las tres ficciones que se comparten, asumiendo variaciones de su rol en una visita guiada a una pinacoteca, un banquete de nantaimori (degustar sushi sobre un cuerpo masculino) o un último concierto de piano de despedida. Los dos primeros encuentros tienen una estructura similar: la situación preliminar en la que se establece el acuerdo entre el que ofrece el servicio y los que lo reciben. Lo concreto de la transacción se diluye en divagaciones personales que poco a poco se transforma en un monólogo interior, como si el personaje se separa del momento presente para sumergirse en el tacto y el recuerdo de sus cicatrices íntimas. Un viaje astral con espectadores. El tercero, mucho más breve, es el único que no pide una compensación. El único que hace explícita la voluntad de confesarse. Su misión es trazar los vínculos entre los relatos biográficos. Es la historia que necesita menos palabras. Para completar el significado sólo necesita el gesto. Una mano que se posa en un hombro. Unos cuerpos situándose en la posición y distancia exacta para dibujar una conexión. Cuando el rompecabezas se completa con los tres intérpretes mirando de frente al público parece que se hace la luz en el Àtrium.
No hace falta entrar en el detalle de los relatos. Mejor centrarse en la calidad de la literatura dramática de Prat i Coll. El lenguaje es poético pero basado en un lenguaje crudo, directo, sin florituras. Bellamente incómodo, acre, irónico, con los personajes colgados de una dimensión cercana al trance de la verdad. Intenso sin ser melodramático. Como Fassbinder bajaba del pedestal el género y lo hacía más proletario. Un realismo levemente alucinatorio que requiere de un especial esfuerzo por parte de los intérpretes. Y aquí Prat i Coll también logra sacar lo mejor de su reparto. Sin nada -encarados al público- los tres ofrecen actuaciones potentes desde casi la inmovilidad, desde la voz interior que no suena a extraordinario, aunque sus vidas rotas sean “bigger than life”.
Excelente Albert Pérez en un ejercicio de regresión a los sueños de infancia ante la audiencia; impactante Carles Roig -este personaje lo asume en algunas funciones Francesc Cuéllar- en un de los fragmentos más descarnados y difíciles de la función. Casi una pesadilla perversa de Arthur Schnitzler por la brutalidad y desesperación con la que presenta el terror a la ausencia de piedad y contacto humano. Y destacada la interpretación de Aurea Márquez, de las mejores que ha ofrecido. Viéndola surgía la imagen de Ellen Burystin cuando asume roles ásperos, como papel de lija. Antipática, sin disimular que es una coraza por no sentirse ni querida ni comprendida. Márquez trabaja con la sinceridad que sólo se consigue cuando uno mismo se interpela sin filtros ante el espejo.
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