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7
La inagotable recepción de Shakespeare
Publicat el: 27 de març de 2022
CRÍTiCA: Macbett
Hay quien dice que Shakespeare escribió Macbeth como propaganda dinástica. Acababa de morir Isabel I, la última de los Tudor, sin descendencia, y el trono volvía a un Estuardo, Jacobo I (hijo de la decapitada María), que habría de presenciar los años más brillantes de Shakespeare, en los que escribiría nada menos que El rey Lear, Antonio y Cleopatra y el propio Macbeth, ofreciendo lo mejor del teatro isabelino en periodo jacobino. La intención de Shakespeare era adular al flamante rey Jacobo. Así que la historia de Macbeth, retomada de las Crónicas de Raphael Holinshed, debía dejar claro que, una vez depuesto (y bien depuesto) el rey Duncan, era la estirpe escocesa de Banquo la que debía reinar, extendiéndose desde los remotos tiempos de la baja edad media hasta los modernos Estuardo del siglo XVII. La pirueta dinástica, sin embargo, dejaba abierta una portezuela narrativa a la esperanza. Después del asesinato de Duncan a manos de los Macbeth había arrepentimiento, locura y muerte de los asesinos, arrastrados a un torbellino de ruido y de furia que no significaba nada. Y eso daba paso a una nueva etapa y a un nuevo poder impoluto. La estirpe de Banquo no era una más en el oscuro juego de tronos. Era la posibilidad de un poder honesto, bondadoso y legítimo, como si Banquo fuera el antídoto para el veneno de Macbeth. No todo estaba perdido. El poder no siempre corrompe. La vida puede ser un cuento contado por alguien no idiota que signifique algo.
En su versión de Macbeth, Ionesco impugna por completo a Shakespeare. Ya no hay intención legitimadora ni puerta abierta a la esperanza. El Macbett de Ionesco es un fantoche y un tirano, como el rey Ubú de Alfred Jarry. No en vano, el protagonista de Ionesco grita “merdre” en el momento de expirar, al ver cumplida la profecía sobre el deambulante bosque de Birnam. Y ésa es la clave de la lectura ionesquiana de Shakespeare, que el poder corrompe siempre, que es por naturaleza violento y envilecedor, que no hay salvación posible, que el crimen tapado con crimen engendrará una tragedia que, de puro repetida, se volverá farsa, como advertía el filósofo de Tréveris. Aparte de eso (y no es poco), el Macbett de Ionesco tiene poco que añadir al Macbeth de Shakespeare. Es una larga sarta de gags al borde del metateatro, que recuerda y retuerce la trama jacobina y que puede arrancar algunas carcajadas al público, pero que no alcanza la profundidad del gran Ionesco político de El rinoceronte, y que, como recepción de Shakespeare, raya muy por debajo de Shakespeare. Macbett se presenta, en ese sentido, como un divertimento de senectud del Ionesco post-absurdo que ya habría dicho todo lo que tenía que decir.
La versión de Ramon Simó, preestrenada el 26 de marzo en la Sala Petita del TNC, es ágil e imaginativa y explota abundantemente la vis cómica de esta “farsa trágica”, como la apodaba Ionesco. Cinco mesas metálicas, exhibiendo frontalmente el tablero, sirven de escenario para la batalla campal o, devueltas sobre sus patas, hacen de salón para un banquete real. Un largo cortinaje, a modo de telón de fondo, se ofrece para los viejos pero eficaces juegos de sombras chinas, donde la acción avanza con sorna y ritmo. Mención especial, en ese sentido, a la iluminación de Quico Gutiérrez y su ingeniosa solución para las apariciones de los espectros de Banco y de Duncan, uno de los caballos de batalla de todo Macbeth. El vestuario de Mariel Soria y la utilería también brillan por sus ocurrentes anacronismos, que van del traje de chaqueta a las gorgueras isabelinas, de las carteras de ejecutivo a las espadas medievales, de las armas semiautomáticas a los cascos imperiales alemanes. Un juego de luces y un vestuario que, junto a las adaptaciones de Verdi por Joan Alavedra, interpretadas al piano por un talentoso David Anguera, se cuentan entre lo más logrado de la función.
Las interpretaciones, en su registro farsesco, fluyen con eficacia, y el público encaja de buen grado los numerosos y fáciles golpes de humor de la pieza. Joan Carreras es un Macbett lujurioso y desatado, autoirónico e impenitentemente ridículo. Pep Ambròs como Banco y como Macol es absurdamente solemne, maniático y obsesivo con su injusta discriminación por el destino. Josep Julien derrocha socarronería como conde de Candor hasta el momento mismo de su ejecución, así como en sus numerosos papeles secundarios. Y el escurridizo Glammiss de Xavier Ricart o el pusilánime Duncan de David Bagés no le andan a la zaga en sus réplicas y dúplicas. Anna Alarcon es una procaz bruja y lady Duncan, personajes confundidos por la propia trama, y la acompaña una desenvuelta y no menos brillante Laia Alsina. Todo fluye impecablemente en esta función entretenida y amena, quizá demasiado larga en sus tres horas con entreacto, para contarnos lo que Ionesco tiene que contar del rol-título de Shakespeare. Una versión diferente de Macbeth, muy por debajo (hay que decirlo) del mejor Shakespeare y del mejor Ionesco, que da un paso más en la inagotable recepción del bardo.
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