¿Hay que juzgar a un gran artista por no compartir el valor del material
que usa para expresarse? En absoluto. La adaptación que Ivo von Hove y
Toneelgroep Amsterdam hacen de la novela The
Fountainhead (El manantial) de
Ayn Rand es un extraordinario espectáculo, digno de la huella que dejaron hace
un año con sus Tragedias Romanas.
Pero ni el gran talento de esta compañía –que exhibe siempre un talante
colectivo que también se manifiesta en la visibilidad escénica de todos los profesionales
implicados– logra que el espectador comulgue con las ideas maniqueas de una
autora admirada por los neoliberales que comenzaron a formarse hace treinta
años y por los iluminados de Silicon Valley de hoy mismo. El alegato final del
arquitecto Howard Roarks –figura idealizada del héroe randiano– sigue siendo
una sopa ideológica inconsistente que excede de largo la defensa del compromiso
y la integridad del artista con su obra y su pensamiento. Pero eso ya lo
defendían los románticos sin cargarse al resto de la sociedad como meros
parásitos. Para soslayar este escollo –que van Hove liquida sin comprometerse
mucho– el espectáculo potencia la compleja relación pasional entre Roarks y
Dominique Francon, la figura femenina que se somete –literalmente– a la
atracción sexual de ese superhéroe. De ese intrincado viaje emocional y de
todas las figuras que se cruzan en su camino, surgen las mejores
interpretaciones y las mejores escenas y las mejores soluciones escenográficas.