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7
Un síndrome europeo
Publicat el: 24 de març de 2022
CRÍTiCA: Síndrome de gel
En Persona (1966), el film de Ingmar Bergman, la protagonista Elisabet Vogler caía en un mutismo repentino del que no podía sacarla nada ni nadie. Los médicos la examinaban y no le encontraban ningún daño físico ni mental. Simplemente no quería hablar más. Sus razones no eran explícitas, pero corrían los turbulentos años 1960 y la película había empezado con una violenta secuencia de imágenes de la historia del siglo XX. El mal de época encarnado en la patología individual. Persona, a su vez, se inspiraba en un monólogo de August Strindberg, La más fuerte (1888), donde una misteriosa señorita Y apretaba impenitentemente los labios frente a la verbosa señora X, que devanaba solitariamente las razones de su enfermiza relación con Y. La cultura sueca tiene una larga y fecunda relación con el mutismo selectivo, con un silencio psicosomático que encarna un trauma social, demostrando que lo personal es político y que lo político puede adentrarse hasta las catacumbas de lo personal. Por eso no sorprende que fuera en Suecia donde se descubriera el llamado síndrome de la resignación, un cuadro clínico diagnosticado a partir de los noventa, que induce el silencio y la letargia en jóvenes inmigrantes al borde de la expulsión. Un nuevo mundo, un nuevo trauma y el mismo silencio psicosocial de siempre.
Síndrome de gel nos habla de eso, de la postración catatónica de dos hermanas iraquíes, Ginar y Barán, en la Suecia de 2016, cuando el gobierno les deniega el permiso de residencia y les impone volver a su patria, que ya no lo es porque allí no tienen ni casa ni familia, después de huir de una guerra provocada por Occidente. La historia de las dos hermanas y de su madre Emán se cruza con la de Lamya, una joven palestina que les sirve de intérprete y que, al recuperar el contacto con su lengua materna, se sumerge en los diarios de su padre fallecido, reencontrándose consigo misma y con el racismo institucional de la sociedad sueca, representado por una parte de la profesión médica. Y esto es el “síndrome de hielo” al que alude el título. No la resignación de las dos jóvenes iraquíes, como pudiera parecer, sino la impavidez patológica de los funcionarios europeos que, como el doctor Röckström, aceptan la discriminación institucional de su biempensante país mientras miran hacia otro lado. “Esos son los más peligrosos”, dice Lamya, los que no se dicen racistas pero giran la cara ante la discriminación.
La dramaturgia de Síndrome de gel, firmada por Mohamad Bitari y Clàudia Cedó, está plagada de buenas intenciones, pero a menudo resulta tan gélida como su título, con altibajos rítmicos, un clímax desdibujado y carente de la profundidad sociopolítica que prometía la sinopsis. Se reconoce el estilo amable y eficaz de Cedó, sus fluidos aires televisivos, sus oportunos golpes de humor blanco e incluso alguna modesta indagación en el absurdo. Pero la fórmula del éxito no acaba de cuajar como cuajaba en Mare de sucre (2021) o en Una gossa en un descampat (2018). La colaboración con Bitari, eso sí, junto con el riguroso trabajo documental (basado en el libro de Elisabeth Hulcrantz sobre el síndrome de la resignación y en multitud de testimonios de afectados), ha evitado la caída en el orientalismo, es decir, en la sarta de clichés sobre el otro y sobre “Oriente” con que Europa lleva engañándose a sí misma desde Los persas de Esquilo. Al menos se ha conjurado el tópico, que no es poco. La participación de Bitari, como la traducción en directo del árabe, sin sobretítulos, es uno de los mayores aciertos de la función.
La escenografía de Laura Clos dibuja una aséptica sala de hospital donde transcurre casi toda la acción, con excepción de algunas escenas en la casa de las tres inmigrantes, oculta tras un sencillo cortinaje, en un segundo plano de profundidad. La dirección de Xicu Masó es cuidadosamente realista y, en ese código, impecable. Las interpretaciones de sus actrices son más que correctas. Pero todo fluye sin brillo, dada la discreción literaria de un libreto demasiado preocupado por documentar. Se agradece, desde luego, la calidez narrativa de Manar Taljo como voz omnisciente, la vis cómica de Carles Martínez como hombre chapado a la antigua, los melodiosos cantos de Asma Ismail como Emán o el convincente sonambulismo de Jana Punsola como Barán. Pero no acaban de llegar los grandes momentos. Y en cambio discuerda, para decir la verdad, la doctora Läckberg de Sílvia Albert Sopale, con una dicción aplanada que a veces roza el amateurismo, a pesar de su innegable aplomo escénico. Una opción de reparto cuestionable, no por las dotes escénicas de Albert Sopale, que funciona perfectamente en otros registros (No es país para negras), sino por su falta de adecuación al drama realista y a su tipología de personaje.
Síndrome de gel es una función socialmente necesaria, que nos descubre una renuncia escalofriante y enfermiza de la que se ha hablado muy poco en nuestras latitudes y que representa una poderosa metáfora de las patologías políticas del siglo XXI. La dramaturgia de Bitari y Cedó, sin embargo, no acaba de sacar todo su jugo a las metafóricas posibilidades de esta constelación de síntomas, y la solvente dirección de Masó brinda una función eficaz pero sin profundidad ni emoción, resuelta con innegable oficio pero sin el calado sociopolítico que prometía y merecía. Un meritorio trabajo documental que no ha cobrado cuerpo en una ficción convincente.
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