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Jauria
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PER: Gabriel Sevilla

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8

ANAR A FiTXA DE L’OBRA ENLLAÇ EXTERN

Esta fiesta con amigos y sin ti

Publicat el: 7 d'abril de 2024

CRÍTiCA: Jauría

En el fondo del drama, por increíble que parezca, hay una fiesta. Lo dice uno de los acusados, José Ángel Prenda, cuando la fiscal le pregunta por qué quería enseñar las imágenes de la violación que cometió, junto a sus cuatro amigos, obviamente sin el permiso de la víctima. Prenda responde algo inaceptable, pero no sorprendente: era parte de la fiesta. Y todos sabemos, lamentablemente, a qué se refiere. La réplica le llega, no de la fiscal que lo interroga, ni de la mujer que lo acusa, sino del propio texto de Jauría, que pone el estribillo de Fiesta, la canción de Raffaella Carrà, en boca de los cinco acusados: “qué fantástica esta fiesta con amigos y sin ti”. Y ahí se resume todo.

Aquel 7 de julio de 2016 en Pamplona, los cinco de La Manada vivieron algo, para ellos, fantástico y con amigos. Una fiesta. La mujer que los denunció, en cambio, vivió la otra parte del estribillo: una fiesta sin ella, a su costa, contra ella. Y esas dos ‘culturas’ fiesteras dividieron a un país: la cultura de la violación, es decir, la agresión sexual de toda la vida, socialmente aceptada, ignorada, minimizada o cuestionada, y la cultura del consentimiento, o sea, el grito indignado de ‘sólo sí es sí’. Jauría habla de eso. No tanto de datos, nombres y fechas, de versiones y contraversiones, como de las dos cosmovisiones que hay detrás. Ni es ni puede ni quiere ser una obra neutra. Es abiertamente favorable a la víctima. Pero abre una polémica descarnada entre dos conceptos incompatibles de ‘pasarlo bien’.

2019: La primera Jauría

Jordi Casanovas transcribió Jauría al calor de los hechos. Las declaraciones de la denunciante, los acusados, jueces, abogados y fiscales eran de noviembre de 2017. Por eso no podían recoger la primera sentencia, de la Audiencia Provincial de Navarra, de abril de 2018. Tampoco la segunda, del Tribunal Superior de Justicia de Navarra, ocho meses posterior. Ni por supuesto la tercera y última, del Tribunal Supremo de Madrid, en junio de 2019. De hecho, Jauría estuvo en el Teatro Kamikaze de la capital entre marzo y abril de ese año, dos meses antes de la condena definitiva por la pena más grave, de agresión sexual, y no por la primera más leve, de abuso. Cuando acabó de representarse aquella Jauría, con María Hervás como víctima, aún no había sentencia firme.

Eso explica las reticencias que muchos pudiéramos tener, que el Kamikaze amaneciera grafiteado (“Fuck monetizar dramas”), que la obra sea más ideológica que técnica, más sociocultural que judicial. Y no por falta de rigor. Como teatro verbatim, basado en la literalidad de un documento, Jauría trascribe palabra por palabra las declaraciones de unos y otros. No hay una gota de ficción. Pero sí hay un posicionamiento al montar los fragmentos. Y una intención artística, además de informativa. Nada nuevo bajo el Sol, por otra parte. Es lo que ha reivindicado el drama documental desde sus orígenes, hace un siglo, cuando Erwin Piscator lo definió en su Teatro político. Casanovas y Miguel del Arco, dramaturgo y director de Jauría, cumplieron a rajatabla con Piscator y despejaron todas nuestras dudas. Y por cumplir, cumplieron hasta con Bertolt Brecht, el otro padre de la militancia teatral, en uno de los puntos más interesantes, y peor recordados, de su Pequeño Órganon para el teatro: la politización de la música.

Jauría se posiciona de muchas maneras. Pero la música es, probablemente, la manera más interesante. Y la más contundente. No sólo por la Fiesta de Carrà, un canto a la liberación femenina convertido, siniestramente, en su contrario. También por el futbolero Cómo no te voy a querer, que La Manada vomita con toxicidad romántica sobre su víctima. Y por el tradicional Uno de enero de Ignacio Baleztena, la alegre canción de los San Fermines que abre la función como una auténtica amenaza. O por referencias más sutiles, como el Oso Panda de Lendakaris Muertos, que la víctima citó en sus redes sociales por el verso “Ojeras farloperas”, para incomprensión de la defensa, que intentó imputarle el consumo de cocaína. Y no digamos los cantos callejeros de ‘Hermana, yo sí te creo’, que interrumpen la revictimización de la víctima y encogen el corazón de la platea. Dos mundos separados por las bandas sonoras que cada uno le pone a su fiesta.

2024: La segunda Jauría

Pasados cinco años, era lógico que Casanovas y del Arco hicieran algunos cambios. El más evidente, incluir la sentencia posterior al estreno de la obra, de modo que no sólo oigamos las peticiones de pena de la fiscalía, sino los más modestos resultados finales. Información de servicio público para una pieza que no deja de ser un testimonio de su tiempo. Pero también hay novedades más recónditas, que acentúan la apuesta ideológica del dramaturgo y el director y que nos dan una interesante medida, social y teatral, de lo que hemos cambiado en el lustro que va desde la primera Jauría.

Del lado del texto, oímos nuevos clamores de los acusados contra la violación y la pederastia. Y por un momento suenan creíbles. Casanovas acentúa muy hábilmente una clave de la cultura de la violación: los cinco delincuentes no tienen conciencia de haber delinquido. Y lo que es peor: podemos llegar a empatizar con ellos, aunque sea durante una frase. Si fueran cinco despiadados asesinos en serie no nos removeríamos en la butaca. Pero el texto subraya una cercanía que los hace incómodos, el recuerdo de que nadie se considera violador en una sociedad donde, sin embargo, no deja de haber violaciones.

Del lado de la interpretación, la víctima de Ángela Cervantes ofrece más registros que la de Hervás. Y esto es una decisión política de la dirección de escena. Ya no se trata de la joven perpetuamente desgarrada de 2019, obligada a enlutar su personaje para ser una ‘buena víctima’. La de 2024 puede ser más alegre y desinhibida, más poliédrica y realista, dando a entender la maduración ideológica de la obra o nuestra maduración como público a través de la obra. Esto que le aplaudimos ahora a Cervantes nos habría costado aplaudírselo a Hervás. Y eso es una buena señal. Significa que la obra, y el público con ella, ha envejecido bien.

La Manada de 2024 tampoco es la de 2019. Ahora son más jóvenes, como sus personajes reales. También están más folclorizados, desde el rojiblanco de los encierros hasta el exagerado acento andaluz. Y hay algo más impetuoso e histriónico en ellos. En la línea, es cierto, del mayor sensacionalismo de esta segunda versión, con unos efectos de sala que aumentan las ráfagas del mundanal ruido sobre el juicio a puerta cerrada. Esta jauría humana, en cualquier caso, es más que solvente, con rostros conocidos y queridos en Cataluña, como Quim Àvila, Artur Busquets, Francesc Cuéllar, Carlos Cuevas y David Menéndez. Su único pecado, quizá, como coro trágico, es correr mucho y articular poco esos incisivos cantos en que, desde Esquilo hasta Brecht, se ha despachado políticamente el autor.

La Escalera de San Fermín

Jauría ha llegado milagrosamente a Barcelona cinco años después de su estreno en Madrid. Un vacío difícil de entender, no sólo por el evidente interés de la pieza, por sus dos premios Max o porque la ideara un dramaturgo catalán, sino porque la primera Jauría giró por Cataluña sin que se interesaran por ella los teatros de la capital. Como decía Maria Aurèlia Capmany en su prólogo a Vent de garbí i una mica de por, un clásico del teatro político, en los programas teatrales barceloneses la gran historia se desarrolla de manera extraña. Y qué duda cabe de que el Caso de La Manada es gran historia reciente de nuestro país. Ha inspirado una nueva Ley de Libertad Sexual, cambios en el Código Penal y airados debates entre el ‘no es no’ y el ‘sólo sí es sí’. Defensores y detractores sólo coinciden en una cosa: es un cambio de paradigma.

Jauría tenía, por todas estas razones, muchos números para aterrizar en un teatro público. Sobre todo en aquéllos que se envuelven en la noble bandera del feminismo. Tiempo ha habido en estos cinco años. Pero ha sido el Teatre Romea de Josep Maria Pou, en el circuito privado, quien ha tenido el acierto de estrenarla en Barcelona. Un Romea que fue Centro Dramático de la Generalitat entre 1981 y 1996, en los albores de la democracia, como aún recuerdan los mármoles de su vestíbulo. Ironías de la historia o signo de los tiempos, el viejo teatro público asume como privado la función que hoy no asumen los públicos.

Bien está, en cualquier caso, lo que bien acaba. Y esta Jauría, además, no puede estar mejor programada. Queriendo o sin querer, el Romea la ha puesto en cartel del 4 de abril al 5 de mayo, en plena Escalera de San Fermín, si uno recuerda la canción de Baleztena (“Uno de enero, dos de febrero, tres de marzo, cuatro de abril…”). Es decir, la primera función en Barcelona era fiesta en Pamplona. Y lo será la última. Ojalá que el 6 de junio y el 7 de julio, cuando llegue el chupinazo, Jauría esté girando por algún rincón del país, confrontando los dos conceptos de fiesta en que se dirime todo. Y ojalá que la Escalera suba por el 8 de agosto, el 9 de septiembre y más allá. Y que haya terceras, cuartas y enésimas versiones de Jauría en España, como las ha habido en Argentina, México y Perú. Y ojalá ayude el reciente estreno en Netflix de No estás sola, el documental de Almudena Carracedo y Robert Bahar sobre el juicio a La Manada. Uno tiene la sensación, sin embargo, de que el verdadero debate público avanzará en los teatros, año tras año, según veamos evolucionar a la víctima, en vivo y en directo, junto a la sociedad que la ve irse de fiesta.

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