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CRÍTIQUES
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Juan Carlos Olivares
PER: Juan Carlos Olivares

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7

ANAR A FiTXA DE L’OBRA ENLLAÇ EXTERN

Hamlet y una pantalla

Publicat el: 8 de desembre de 2021

CRÍTiCA: Hamlet Aribau

Siempre es interesante preguntarse por qué un director se siente atraído por determinado texto en una etapa de su trayectoria artística. Más todavía interrogarse por qué regresa al mismo texto una década más tarde. Y aquí está de nuevo el público esperando respuestas con el segundo Hamlet de Oriol Broggi; sentado a tres bandas, contemplando como pasan las nubes en un precioso diorama digital. Igual que hace diez años. Sólo que no es la Biblioteca de Catalunya. Esto es la sala principal del Cine Aribau, con su lujo sesentero diezmado por una gradería temporal suspendida sobre las butacas. Un público separado del escenario elevado por un foso. Escenario que se adentra como una plataforma isabelina.

Detrás, imponente, la gran pantalla. El reclamo de una producción que anuncia el encuentro entre cine y teatro. Un experimento que se espera como Godot. Un descomunal campo de pruebas. Cuando parece que la apuesta es insertar el lenguaje cinematográfico, hacer meta-teatro con el fuera de campo y se acierta de pleno con el contraplano del rey Claudio (Carles Martínez) y su rostro tenso por la rabia ante la acusación pública que lanzan los cómicos, se abandona esa línea para favorecer el uso puramente escenográfico, trabajar luego el tiro de cámara alternativo -siguiendo los paso de Jatahy o Castorf-, jugar después con el directo y el grabado (Hamlet ante el fantasma del padre, evocando la fantasmagoría holográfica de Obi-Wan-Kenobi), o invocar la grandiosidad de los rostros frontales de Castellucci. También sirve para lanzar clips de una videoteca que cuesta relacionar con el propósito dramatúrgico. No se acaba de dilucidar si multiplican, ilustran, cuestionan o dialogan con la tragedia de Shakespeare.

Sorprende que este elemento físicamente tan protagonista casi nunca se imponga a una lectura muy doméstica de Hamlet, aunque se pinte Elsinor como un Walhalla wagneriano. Así entra el costumbrismo en este montaje, con Polonio (Toni Gomila), Guildenstern y Rosenkrantz y los cómicos competiendo por el favor y la simpatía del público con los fools-sepultureros. Si con Julio Manrique hace una década había un discurso de la furia, con Guillem Balart todo tiende a unas tribulaciones más pequeñas, de familia corriente desconcertada por el comportamiento de su hijo, rejuvenecido hasta una tardía adolescencia y su montaña rusa hormonal. Una edad que Balart expresa con emociones tan sinceras como explosivas e inconexas y un cuerpo que tiende a encerrarse en si mismo, como un hikikomori expulsado de su habitación por el fantasma del padre y la promesa de una venganza. Un personaje arrastrado por los acontecimientos como casi todos en esta puesta en escena. Sobre todo los dos personajes femeninos. Si la reina Gertrudis (Míriam Alamany) es casi una sombra de Claudio, la Ofelia de Elena Tarrats -que parece incómoda con la métrica shakespeariana- es prácticamente una aparición decimonónica, con la escena de la locura heredada de Lucia di Lammermoor. Que Broggi prefiere esta vez el tono privado -que lo haga precisamente en la monumentalidad del Aribau no deja de ser un detalle curioso- se percibe también en cómo destaca la intimidad de la escena del tercer acto entre Gertrudis y Hamlet, el encuentro madre e hijo nunca tan desprovisto de corona, y se resuelve sin trascendencia ni nervio trágico la masacre final. Y una última pregunta: ¿por qué cierra Broggi Hamlet con un gesto prestado de la simbología medieval de El séptimo sello de Bergman? Un texto que és contemporáneo con el pensamiento de Bacon y anuncia en sus monólogos el existencialismo.

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