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7
Gran literatura voyeur
Publicat el: 23 de febrer de 2019
CRÍTiCA: El chico de la última fila
Un Bildungsroman dramatizado. Esa
podría ser la etiqueta culta de El chico
de última fila de Juan Mayorga. La menos culta sería uno de esos guiones de
superación personal tan del gusto de Hollywood en el que se presenta el aprender
como una tabla de salvación vital. La recurrente relación entre el profesor
entregado y desengañado y el alumno conflictivo, abocado al fracaso, que guarda
en su interior un artista brillante. Pero lo que convierte este texto en un
serio candidato a clásico contemporáneo de la literatura teatral española es un
elemento intangible añadido: el suspense de una amenaza nunca verbalizada. Eso
y el perverso juego de una ambigua línea entre dos ficciones para alimentar aún
más el placer secreto del voyeurismo que posee la literatura.
Andrés Lima visualiza esa tenue y atrayente frontera con un austero espacio
cambiante (diseño de Beatriz San Juan), dominado por una cortina-lienzo en
blanco cuyo variado movimiento crea espacios físicos, mentales y psicológicos,
y por una dirección de actores que no se rige todo el tiempo por la convención
realista. Una opción que se ejecuta tanto en el marcado gesto coreográfico del
inasible personaje central -interpretado con inquietante presencia por Guillem
Barbosa- como por soluciones interpretativas casi imperceptibles, como una
media sonrisa indescifrable de Míriam Iscla o el rostro cual campo de batalla
de deseos y miedos de Anna Ycobalzeta. Tanto ella como David Bagés y Arnau
Comas (los tres unidos por la intimidad familiar perturbada por el intruso)
resuelven muy bien su papel de personajes doblemente manipulados por sus
creadores: el propio Mayorga y el genio precoz y peligroso.
En este conjunto de aciertos flaquea la contribución de Sergi López (el
profesor destinatario de la insidiosa novela por entregas). Quizá el único del
reparto que se limita a explotar una única dimensión de su personaje cuando el
autor le ofrece todas las capas de su compleja relación entre él y la ficción
que como una telaraña peligrosa le teje su alumno aventajado. Sólo en un
momento de directa defensa de su territorio personal parece encajar su visión
del carácter con el planteamiento psicológico del autor. Todo lo contrario que
Iscla. En sus escenas finales con Barbosa culmina maravillosamente esa
atmósfera malsana de atracción y rechazo, de intenciones sin nombre, que hacen
que El chico de la última fila sea un
texto destacado. Ella, que huele desde el inicio el peligro y que acaba
por acogerlo con extraña naturalidad. El magnetismo de la amenaza invitada a
pasar que posee el cine de Haneke o el personaje de Konrad de Confidencias de Visconti.
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