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El dolor que nunca acaba
Publicat el: 12 de desembre de 2019
CRÍTiCA: Una costilla sobre la mesa. Madre
Sale Angélica Liddell con viso negro rodeada de fantasmas de sábanas floreadas. Se sienta, se descalza y recita, declama, grita y escupe una seguiriya a palo seco ante el lacerado cuerpo nunca más presente de su madre. Un vaciado de dolor -que otra cosa podría ser- con la gestualidad formal y trágica de manos, brazos y pecho de una cantaora. Un vómito de amor-odio que suscribe esa literatura del martirio -o su deseo- tan suya. Decadentismo existencialista que enlaza lo excelso con lo abominable. Una belleza forense que cabalga aún con las últimas notas y palabras de la milonga La hija de Juan Simón.
Un comienzo brutal que en su hondura y austeridad de tierras de secano enlaza con las primeras obras de la Liddell, antes que se entregara al paroxismo barroco. Es la deriva de Una costilla sobre la mesa. Madre; canto fúnebre a la madre muerta y expiación de una relación madre-hija compleja, como casi todo lo que nos permite conocer de su biografía. La madre que regresa niña en sus sueños para jugar o recibir alzada en hombros de costalero un Ave Maria como una saeta de Semana Santa. Después todo es subir la apuesta de la atracción al abismo hasta que el lirismo de lo abyecto se transforma en un imprevisto gesto risible que desmorona el castillo de tinieblas que construye con irrefrenable pasión y sacrificio. Expulsado el espectador de la niebla de la congoja ya no muestra ningún deseo de volver a entrar. Y desde fuera no encuentra mucho sentido a este eterno volver a lo inevitable. Como si en cada nuevo espectáculo descubriera la sopa de ajo que somos carne de putrefacción. Su dolor es inagotable. Lo sabemos y comienza a ser romo.
Siempre queda el consuelo de fijarse en las variaciones del imaginario iconográfico sobre el mismo tema. Esta vez las imágenes nacen de un estudio etnográfico del folclore extremeño para elaborar con sus raíces el réquiem a la madre. Con el lujo de tener a El Niño de Elche como plañidero, entregado al virtuosismo desgañitado de las “lloronas”. O el desfile de gorras de Montehermoso sobre cuerpos desnudos o vestidos, reinterpretando el simbolismo de jóvenes, casadas y viejas/viudas. O la ceremonia de vestirse de “empalao” de Valverde de la Vera y seguir su paso de penitencia. O que la sorpresa irrumpa grata con la danza del velado Ichiro Sugae y una sombra de horror tan ancestral como contemporánea emane de sus inhumanos movimientos de un yurei o fantasma de la tradición japonesa. Y luego está ese Dios que la persigue y atormenta y que combate con un misticismo radicalmente agnóstico. Un motivo más para leer su dolor con creciente distancia.
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