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ANAR A FiTXA DE L’OBRA

Los técnicos toman la palabra en las tripas del Lliure

Publicat el: 11 de juliol de 2025

CRÍTiCA: Renacimiento. La Tristura

La compañía madrileña La Tristura lleva ya más de dos décadas entregada al metateatro y la exploración de los límites entre presentación y representación. Tras estrenar recientemente en el Grec Cine y Future lovers, ahora ha llegado al festival barcelonés Renacimiento, concebida justo antes del confinamiento y estrenada hace un lustro. Quiso el destino que el título y la idea encajaran sin saberlo en la nueva era poscovid. Habla del proceso de destrucción y construcción de las sociedades y, en paralelo, nos enseñan las tripas del teatro: el desmontaje y montaje de los espectáculos. Una brillante analogía, aunque no acabe de ser una propuesta redonda.

Itsaso Arana, Violeta Gil y Celso Giménez, los tristes, como ellos mismos se definen, aciertan a darle el protagonismo a un equipo de técnicos. Les veremos en plena faena y hablando de sus inquietudes, soledades, amores, sueños y luchas laborales. En un juego de convergencias metafóricas, la pieza evoca muy escuetamente cinco episodios clave de la historia de España, desde la muerte de Franco y la llegada de la democracia hasta hoy. Cinco oportunidades perdidas porque al final parece que las cosas no han mejorado tanto. Al menos para los currantes. Pero ahí sigue esa necesidad de renacimiento social y político; de desmontar y montar, como en el teatro. Un deseo también individual. Todos queremos despertar mañana, como dice la compañía citando a Marina Garcés.

Desmontando la gris dictadura

La obra empieza como acabaría una propuesta convencional, con la muerte de un perverso dictador; un actor metido en el pellejo de Ricardo III vocifera que da su reino por un caballo. Un paisaje gris de espesa niebla enmarca su batalla final. Se oyen aplausos tras la función y empieza lo que La Tristura persigue en sus piezas: la representación de la experiencia humana. Aparecen los técnicos y se ponen a desmontar el decorado. Enormes telones que van doblando con esmero en un trabajo necesariamente colectivo. La imagen es muy plástica y, además, nos muestra los engranajes de la enorme caja escénica del Lliure. Una oportunidad para conocer el espacio y sus mecanismos. Quizá lo mejor de esta nueva inmersión de La Tristura en las entrañas del teatro.

Con unos carteles se anuncian esos icónicos capítulos de nuestra historia reciente, que quedan algo deslavazados, y apenas un esbozo, en el juego de conexiones propuesto. Esa primera escena shakesperiana de Ricardo III casa bien con la muerte de Franco y el desmontaje de la gris dictadura. En el escenario ya vacío, un par de técnicos comparten confidencias de rupturas sentimentales y luego, al fondo, dos operarios extranjeros hablan de sus experiencias en el país mientras la puerta abierta nos muestra la realidad exterior: el paso de peatones por la calle, cazados por el público. El apunte humorístico, algo inverosímil, llega con la confesión de un técnico de luz a otro: sospecha que su padre podría ser hijo o sobrino de Franco.

Son charlas cotidianas y banales, trazos de espontaneidad que busca una compañía abonada al riesgo y la originalidad. Después la acción pasa a una asamblea de trabajadores, con la que fácilmente los espectadores se pueden identificar. Discuten sobre la precariedad, sobre una posible huelga, sobre algún privilegiado que ha subido de escalafón quizá sin merecerlo… Interesante, aunque se alarga en exceso. Vuelve a cobrar sentido el teatro como espacio de resistencia y de cambio. Comparten escenario una veintena de actores, técnicos y bailarinas que en el vibrante final bailan al ritmo de Kae Tempest. El renacimiento culmina con una celebración del hecho teatral; de ese lugar en el que todo se crea y se destruye; se monta y se desmonta. Un continuo volver a empezar, como la vida.

 

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