Pepa Plana demuestra en ‘Paradís Pintat’ su habilidad y su magia para transportar al público a sus mundos, primero mecerlo con su humor blanco y, al final, darle la estocada a una sociedad insensible a la tragedia. Empieza el espectáculo descolgándose con todo su arsenal de recursos cómicos, desde una mirada a veces tierna, otras, pícara. Sale de un cuadro que comparte con otras tres ángeles felices de estar todo el día cantando sin mover una ala. Estampadas en su paraíso ((retrato de esta sociedad del confort que esquiva el drama). Ella allí no pinta nada. Se aburre y quiere acción. Baja del pedestal para realizar su sueño: volar y convertirse en ángel de la guarda. Quiere ayudar a los demás.

La payasa coge de la mano al espectador y lo lleva de viaje por sus ilusiones (se enamora del ángel Miquel) y peripecias contra el hastío cual cría exploradora. Un juego escénico para el que la estupenda clown se sirve de unos pocos elementos (una caja de música, un cojín enorme…) y la voz en ‘off’ del poderoso Dios, el únioc qu perturba la paz celestial con los rayos que castigan desaprueban . Parece que vayamos a quedarnos allí, en el divertimento, las risas cómplices, cuando de repente da un giro y nos congela la sonrisa. Ante la imposibilidad de volar decide sumergirse en el mar en un precioso recurso audiovisual. Se la ve contenta entre los amigos de Nemo hasta que van cayendo decenas de cadáveres (los de los inmigrantes) y nos deja sin respiración. Ella intenta salvarlos pero superada por la tragedia, se espanta y regresa a su paraíso pintado. Nos queda su grito ahogado en el fondo del mar. Hay que pasar a la acción, rebelarse contra esta inhumana humanidad. Corren malos tiempos para los ángeles de la guarda, pero bienvenidos sean.