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CRÍTIQUES
Liebestodangelica Liddell 1
Juan Carlos Olivares
PER: Juan Carlos Olivares

VALORACIÓ

8

ANAR A FiTXA DE L’OBRA ENLLAÇ EXTERN

Purga pagana

Publicat el: 25 de juliol de 2021

CRÍTiCA: Liebestod

Sabemos por qué Angélica Liddell ocupa el escenario. En Liebestod no puede ser más clara: si no trabaja no existe. La vida real es muerte en vida. Lo que no está tan claro es qué busca el público en esa exhibición visceral del dolor. Qué le hace aplaudir con fervor una eterna purga que nunca llega a ser catarsis. Quizá ella ofrece esa dosis de crueldad que Artaud presume que persigue el espectador en un teatro. Quizá porque nos traslada a un lugar prerracional. Una edad de las tinieblas con la razón enclaustrada, hermanada con la teología, mientras en el escenario del mundo vociferan locos, tullidos, profetas, místicos, milenaristas, apestados, penitentes y bufones. El medievo de Bergman de El séptimo sello. Un Occidente entregado a la danza de la muerte. Una pulsión que la artista atisba también en nuestros tiempos. ¿Por eso dedica el espectáculo a la matanza del estadio belga de Heysel? ¿La hecatombe por arrebato fanático?

Quizá guste la Liddell porque es de las pocas creadoras vivas presocráticas y post aristotélicas. Dionisiaca en estado puro. Suma sacerdotisa de la diatriba descarnada, de los dioses renegados (Celine, Genet, Cioran, Rimbaud) y de los toreros filósofos, como Belmonte o Ignacio Sánchez Mejías. Una vocación que se expresa mejor cuando limita la iconografía fatua y se coloca aún más en el centro de su penitencia. Liebestod es de alguna manera un regreso a la honestidad brutal de sus inicios, enriquecida con los porteadores internacionales que sufragan generosos sus tronos procesionales. Estética de pasión popular y pagana (tauromaquia, rumbas pop de Las Grecas, sevillanas, sillas de anea, vinos y Semana Santa) que ahora reina en su mundo artístico. En este montaje ha recreado un gigantesco capote: el envés de intenso amarillo del escenario-coso; el haz un telón fucsia. La arena sacrificial para sus cristos descamisados con faldones, toros de cartón-piedra, cuerpos mutilados, niños bautismales, carnes abiertas en canal y gatos. Una procesión de símbolos con lo críptico minimizado para crear un imaginario coherente con su discurso. Sencillo e historicista, como el lirio que ella toma en su mano.

En cualquier caso, hay un quiebro en este espectáculo de ecos wagnerianos a partir del descendimiento de la carne -como un gesto de Romeo Castellucci- y ella asume como nunca el doble rol de sacrificante y sacrificada. Un agnus dei no resignado, que vomita su condena existencial a diestro y siniestro como estertores. Una ola de incorrección política -en la diana el público que la quiere y el sistema que la subvenciona- que hay que dejar pasar para entender hasta qué punto ella misma se sumerge y ahoga en el vórtice de su sumidero.

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