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Liberarse del relato
Publicat el: 27 de setembre de 2025
CRÍTiCA: La mort i la primavera. La Veronal
El jueves vi la La mort i la primavera de La Veronal en el Teatre Nacional de Catalunya. Inauguración de temporada a lo grande en la sala grande, después del exitoso estreno absoluto en la Bienal de Danza de Venecia. Y la sensación fue de un bellísimo vacío. Un espejismo sobre las turbias aguas de la novela de Mercè Rodoreda. Un producto tan estetizado que ameniza lo que habría de estragarnos, desde la fábula feroz de la Maraldina hasta la condena del genocidio en Gaza, a modo de prólogo y epílogo. Una obra que dice mucho de dónde estamos.
EL CÓMO Y EL PORQUÉ
Marcos Morau y La Veronal son hijos de la danza-teatro de Pina Bausch. La rebelión contra el virtuosismo hueco del ballet clásico, más preocupado por el cómo que el porqué. Bausch dio la vuelta a la insípida tortilla de las puntas y los tutús, buscando el gesto vivido más que danzado, la emoción tras la perfección. Y de esa insurgencia surgieron otros referentes muy cercanos a Morau, como el teatro físico de Lloyd Newson y su compañía DV8 (literalmente, ‘desviado’), capaz de bailar a golpes la historia de un asesino en serie de homosexuales (Dead Dreams of Monochrome Men, 1988) o las tóxicas relaciones masculinas en los pubs ingleses (Enter Achilles, 1996). Y a Newson y Bausch podrían sumarse otros tantos nombres en la genealogía del coreógrafo valenciano.

Viendo La mort i la primavera, sin embargo, uno tiene la impresión de que La Veronal ha ido desdibujando los porqués y se ha vuelto hacia los cómos. Sus espectáculos son de una plasticidad apabullante. Las fotos de prensa y los teasers ponen las expectativas por los cielos. Pero la dramaturgia, pasados los primeros minutos, se deshilacha en un suma y sigue de golpes de efecto y de volantazos estéticos que vacían el escenario de razones y emociones, que agradan pero no agreden. Y así es como la kova, el lenguaje coreográfico de Morau, se ha convertido en un virtuoso antónimo del ballet, en un perfeccionismo anticlásico, en un nuevo cómo de nuestro tiempo. Y uno recuerda el reproche de Susan Sontag a las preciosas fotos de Sebastiao Salgado por embellecer el horror hasta banalizarlo. El arte por el arte siempre dispara por la culata.
RODOREDA CON BARBITÚRICOS
De La mort i la primavera, Morau ofrece una lectura absolutamente libre. Y es lo mejor que podía hacer. No adaptar un argumento imposible. Ahorrarnos el tedioso efecto audiolibro. Apropiarse del imaginario ajeno y veronalizarlo. Algo que se agradece infinitamente, habida cuenta la avalancha de teatro narrativo que asola y desola nuestra cartelera con literalidad notarial y antiteatral.

A partir de ahí, el lector de Rodoreda habrá de asumir que desaparezca la Cataluña profunda y neopagana de su novela póstuma, el realismo mágico del Bosque de los Muertos, el deslumbrante idiolecto de su protagonista. Y encontrará, a cambio, un terror psicológico muy norteamericano, de David Lynch a M. Night Shyamalan. Lo siniestro freudiano en pantalla plana, donde cada quiebro del cuerpo de baile es un glitch en el matrix de Morau. Un inquietante salto en la imagen. Unos fotogramas extrañamente acelerados. Un neón que parpadea amenazante. Una mujer tullida que, al manejar sus muletas, inspira un terror sobrenatural más que una natural compasión. Morau sumerge a Rodoreda en un mundo catódico alucinado. Y hace alucinar a la platea. No por nada, La Veronal toma su nombre de un barbitúrico.
BISES POR GAZA
La gran apuesta de la noche, sin embargo, es María Arnal, que canta en directo por todos los palos, desde exóticas melodías étnicas hasta pasajes aflamencados, con su guitarra española y sus castañuelas. Y uno se recrea los oídos oyéndola tronar en la Sala Gran o romperse en susurros cual Silvia Pérez Cruz. Y se recrea la vista con el vestuario blanquinegro de Silvia Delagneau, marca de la casa. Y con la minimalista escenografía terrosa de Max Glaenzel, otro habitual. Y con las duras luces focales de Bernat Jansà y sus juegos sinestésicos con los tambores de Calanda, más veronaleros si cabe. Y con los amplios vuelos de las faldas masculinas. Y con los cuerpos cayendo del peine, puro surrealismo magrittiano. Y con los maniquíes sin rostro a lo De Chirico. Y un largo y estiloso etcétera.

Los que no acabamos de conectar, tal vez, no conectamos por eso. La textura es tan tersa que uno resbala. La vieja rebeldía coreográfica se ha convertido en pulida jerga global. De La Veronal a Peeping Tom pasando por Dimitris Papaioannou. Pesadillas de diseño para cuerpos gloriosos. Traducciones teatrales de horrores audiovisuales. Espectáculos relumbrantes, disfrutables, plausibles, recomendables. Demasiado cómodos, quizá, para lo incómodo que se pretende a veces el arte ante el horror del mundo. Y así llegan los bises, en que Arnal entona un sutilísimo treno por las infancias destruidas en Gaza. Y uno recuerda que la cantante de Badalona participó este año en el Sónar, patrocinado por el fondo pro-israelí KKR, mientras se envolvía en la bandera palestina. Y eso provoca más escalofríos que ninguna contorsión bajo luz estroboscópica. Y quizá ahí se hace más obvio que las formas requieren contenidos.
EL RELATO
Carme Portaceli ha inaugurado por todo lo alto su quinta y penúltima temporada al frente del TNC. Entradas agotadas para un espectáculo de danza durante dos semanas en la Sala Gran. Ahí es nada. Y todo ello bajo una divisa, “apropiarse del relato”, que resume a la perfección este curso teatral, el espectáculo que lo inaugura y, en verdad, todo el mandato Portaceli, dominado por las adaptaciones escénicas de narrativa. Entre todos los ejemplos posibles, Rodoreda es el más revelador de esta tendencia, ya que su teatro se representa mucho menos que la adaptación teatral de sus novelas. Novel Killed the Theatre Star. Llegados a este punto, uno se pregunta si nos hemos apropiado del relato o si el relato se ha apropiado de nosotros. Y si llegará algún día una temporada para “liberarse del relato”.
Morau sumerge a Rodoreda en un mundo catódico alucinado
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