Hemos llegado a la tercera estación del via crucis del desamor de Alberto Cortés. Después de One night at the golden bar y El ardor, la penitencia escénica se llama ahora Analphabet. En la subdivisión etimológica está la herida del título. La elegía de un alma en pena entre brumas bilbaínas. Un andaluz sufriendo por el malquerer de un vasco. Podría ser una copla transhispánica de Rafael de León si el universo transparente que gobierna Cortés no fuera tan expansivamente privado. Sólo él es dueño y señor de sus dolores, de sus llagas, de sus delirios, de su afán por desaparecer y ser visto, de su reflejo sufriente de Narciso, de su poesía corpórea. Palabra desacomplejadamente barroca y un cuerpo enjuto y definido -como de andaluz de interior nacido en la costa- que se ofrece en canal a un público que se divide entre creyentes y novatos atraídos por lo inasible: “Ven, lo que hace Cortés no se puede explicar, hay que vivirlo”. Un cuerpo que se ofrece con insistencia como paisaje, mientras se ha paseado por las mejores pinacotecas. Puede ser el Caravaggio más queer (un amor victorioso vencido), un Zurbarán crucificado con tanga o la figura de barro de un Cristo Varón de Dolores (fusión de la pasión y la resurrección) encontrado en el Bellas Artes de Sevilla.

Un ánima extracorpórea que observa su propio fracaso sentimental a la orilla del mar Cantábrico. Perdida la piel delicadamente lacerada, levita como espíritu refugiado en un bosque-escenario. Un melancólico, travieso y sexual Puck que llora con decaimiento sadomasoquista la ausencia-presencia de su Oberón lehendakari. (Por cierto, ¡qué bonito canta en euskera!) Aunque no hay personaje, su obra es un absoluto teatral. Es más, para Cortés ficción seguramente es todo aquello que pasa lejos del escenario. En este marco artístico-mental, al público se le pide que esté muy presente, a veces más que el propio actor (él en sombras, la platea iluminada). Por eso sus textos son siempre un inquisitivo requerimiento, un juego de infante que necesita el consentimiento obsesivo de los otros. Un bucle de preguntas que no buscan respuestas. Una anáfora del querer de coplera profunda, en medio de una lírica que es una exaltación de la retórica.

Cortés, acompañado por la violinista Luz Prado y dos tramoyistas silentes, pausados, desnudos y sin nombre, es un espectáculo de la desmembración de las emociones confesas e inconfesables, con una puesta en escena paradójica (maximalismo metafórico-textual, minimalismo escénico) que transforma el “no tener” en un buscado “no querer”, como promueve en esta función que acaba siendo solo luz. Gesto y movimiento son una lírica del amaneramiento, de la pluma reivindicada, a veces como un lago de los cisnes sin puntas, otras como una hipérbole de las articulaciones de una coreografía contemporánea. Y luego la voz. Un particular e intransferible “por favor”, sólo unos decibelios por encima del susurro. Como el que sabe solo en una capilla sin feligreses ni sotanas.