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Onclevania Destacada
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ANAR A FiTXA DE L’OBRA ENLLAÇ EXTERN

Chéjov fuera de tono

Publicat el: 20 de novembre de 2021

CRÍTiCA: L’oncle Vània. Oskaras Korsunovas

Si Chéjov inaugura teatralmente el siglo XX es porque rompe con el melodramático siglo XIX. El buceo psicológico en personajes anodinos, la tinta invisible del subtexto, los fueras de campo de la acción indirecta, el patetismo punteado de suave ironía. Todo en Chéjov se aleja del aspaviento, de la voz impostada, del subrayado musical. El siglo XX exigía otro tono. Por eso Chéjov depende tanto de sus actores o, para ser justos, de su dirección de actores. Por eso sus palabras permiten al director de escena viajar al melodrama romántico o al drama naturalista, al turbión sentimental o al experimento psicosocial. Simplemente modulando el tono. Por eso sus matices anímicos, largamente discutidos con Stanislavski, se ciernen sobre cada función y preguntan de nuevo lo inevitable: ¿estamos dentro o fuera de tono?

Con este Tío Vania, Oskaras Korsunovas ha triturado tonalmente a Chéjov. Lo ha convertido en un pastiche, en una tierra de nadie entre la parodia melodramática y un extemporáneo distanciamiento brechtiano. Los personajes miran y hablan al público, rompiendo la cuarta pared. Se interrumpen para comentar sus propias palabras (“me he perdido”, nos dice Vania, en pleno clímax). Intercalan su drama con interludios musicales, cantando el Creep de Radiohead o amenizándonos con lánguidos pasajes de folk rock, guitarra eléctrica en mano. Los audiovisuales subrayan una frase, una onomatopeya, un primer plano, un fuera de campo. Y en el súmmum de la evidencia, la función ha abierto con un llanto masculino en off o el vídeo ha incendiado las teclas de un piano. Por si acaso no esperábamos las desdichas del lacrimógeno Vania o no entendíamos la implosión sentimental de Elena. Korsunovas ha hecho del sutil naturalismo chejoviano un autoirónico melodrama de tintes casi expresionistas. No es Chéjov ni, desde luego, tenía por qué serlo. Las relecturas son libres. Pero este Tío Vania pone a Chéjov contra sí mismo, lo devuelve al melodramatismo del que creía haber escapado, y esa regresión deja un sabor agridulce, contradictorio, banal.

La gran suerte de la función es un elenco más que solvente que padece con estoicismo las ocurrencias de Korsunovas y que, a pesar de ello, saca momentos de buen teatro. Raquel Ferri es una Elena muy creíble, que rezuma el hastío vital de la mujer fatal y que tiene con la Sonia de Júlia Truyol algunos de los mejores momentos del drama. El elenco masculino está peor dirigido, con un Julio Manrique cuyas portentosas dotes escénicas lo hacen un Vania impropio, demasiado seductor y aplomado, que sólo en su largo estallido final reencuentra la vis del patético y pusilánime protagonista. Iván Benet como Ástrov está igualmente desatado, loco de jocosidad y lejos de los sabios desvaríos del médico rural. El Serebriakov de Lluís Marco, en cambio, como la Marina de Anna Güell y la María de Carme Sansa, está en el registro más discreto y apropiado de la función, a salvo de las ocurrencias de Korsunovas, quizá por su rol secundario. No así el Teleguin de Kaspar Bindeman, que abunda en el histrionismo de Vania y Ástrov, y es responsable de los extemporáneos rasgueos eléctricos y de los ociosos vídeos en directo.

En los últimos años, en Barcelona y, sobre todo, en el Lliure, llevamos vistos muchos Chéjov. Quizá demasiados. Y es cierto que todo repertorio exige sus relecturas. Y que los clásicos, afortunadamente, no son de nadie. Pero cuando la relectura enfrenta al clásico consigo mismo, cuando lo arroja al desierto que, felizmente, creía haber atravesado, es difícil aplaudir el clásico o su desnaturalizada versión. Si un espectador incauto entrara en Chéjov por este Tío Vania, si se acercara azarosamente al teatro en busca del innovador legado del ruso, sería difícil explicarle las sutilezas antirrománticas del subtexto o de la acción indirecta, el cientifismo psicológico del drama naturalista, los matices tragicómicos de la partitura escénica contemporánea. Y, en cambio, sería muy fácil introducirle en los senderos de la vieja exaltación sentimental, y hasta convencerle de que Chéjov militaba en el ardoroso credo romántico con el que felizmente había roto.

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