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6
Balart y los demás
Publicat el: 30 de juny de 2021
CRÍTiCA: Carrer Robadors
Un lector es feliz cuando un buen libro le explica historias. Éste asume que aporta su imaginación para poner rostro a los personajes y volumen a los paisajes. Un espectador prefiere que ese esfuerzo sea compartido con los hacedores de teatro. Alguien que golpee el diapasón y dé el tono exacto para situar la imaginación en un espacio común. Por eso, algo falla cuando una función se recibe como un audiolibro en movimiento. ¿Un obstáculo para que el teatro beba en la literatura? Complicité ha fundamentado su prestigio en adaptaciones literarias y casi siempre ha trasmutado la palabra en imágenes mentales. La literatura se hace sustancia dramática.
No es el caso de Carrer Robadors, el espectáculo inaugural del Grec basado en el Bildungsroman firmado por Mathias Enard que con cierto regusto dickensiano y fatalismo moral ruso explica las andanzas de un joven magrebí de Tánger hasta su llegada a Barcelona en medio de la agitación social del 15-M. Destino alcanzado después de azarosas peripecias impulsadas por el rigorismo de las costumbres, la Primavera Árabe, el terrorismo yihadista y la desesperación de soñar con una vida mejor. Todos los escenarios del libro y su amplia constelación de personajes parecen reducirse en esta producción dirigida por Julio Manrique a un largo monólogo de Lakhdar (el protagonista) ilustrado con despliegue de proyecciones y rodeado por figuras satélite que de vez en cuando entran en la órbita de la figura central.
Es muy desconcertante estar delante de ese gran escenario ocupado por ocho intérpretes y que parezca que sólo uno habla y actúa sin descanso: Guillem Balart, que se descarga física y emocionalmente en un tour de force interpretativo. La responsabilidad que asume durante más de dos horas es excesiva, descompensada respecto a sus compañeros, colocados en la sombra del segundo plano. Y no es una cuestión de trayectoria. También Elisabet Casanovas, Moha Amazian o Carles Martínez parecen resignados a esa posición subalterna y poco definida que afecta a la calidad de sus interpretaciones. Eso sin entrar en la delicada lectura que esta jerarquía tan marcada tiene sobre un elenco que en un 50 por ciento respeta los orígenes culturales de los personajes.
Otro efecto colateral del peso narrativo de este montaje es dejar al descubierto la ocasional deriva folletinesca del texto. También hay capítulos que parecen volar con más ambición, también escénica, como la de la morgue, pero pronto son engullidos por un soliloquio a piñón fijo hasta la extenuación. Cuando alcanza su final, en algún momento el espectador ha perdido el hilo de la consciencia del protagonista y el frío desinterés se apodera del último giro del destino.
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