CRÍTIQUES

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7
El ruido de las palabras
Publicat el: 12 de juliol de 2022
CRÍTiCA: Una imagen interior
Una imagen interior de El Conde Torrefiel se podría percibir como un combate innecesario entre la trascendencia enclaustrada en un texto proyectado y la seducción visual de los elementos escenográficos. Entre el estímulo intelectual y el sensorial. Vence la retina. El espectador prefiere unirse a la hermanad de silentes deambulantes y habitar, como ellos, el teatro detrás de los sobretítulos. El discurso se suma al ruido cavernoso de la banda sonora. El deseo se centra en compartir una desolación hipnótica que evoca el misterio rojo de Lynch, la intensidad azul de Wilson o la poética expresionista de Castellucci. El maestro italiano: la aspiración ambiguamente presente.
Todo iluminado por la marcada autoría de Manoly Rubio García, que además aporta una poderosa capa psicotrópica que alcanza su clímax en un efecto tridimensional sobre una gigantesca superficie de manchas simétricas. Mirar y dejarse llevar hasta el vértigo físico. Sólo uno de los hallazgos de una artista de la iluminación que también se percibe en cómo transforma un vulgar plástico negro en una exquisita superficie iridiscente. Es en la luz donde se concentra toda la intención onírica de un espectáculo que elucubra sobre la ficción y la realidad, sobre el escenario como campo o cueva de sueños.
El público no quiere ser lector y lee -lee mucho, lee todo el rato- y sólo recibe mensajes que no excitan el pensamiento, que no le transportan a la sorpresa o la revelación, que parecen consumirse en la engañosa importancia de los pensamientos que nacen y se comparten en la esfera privada. A veces el salto al escenario es un abismo. E imagina oír la voz de HAL para encontrar cierta dimensión dramática a las palabras. Añora la excitación del reto que suponía la elucubración sobre el tiempo (el escenario como un espacio-tiempo propio) que tenía La plaza. Allí la pantalla reservada al texto poseía un efecto perturbador. Un elemento de ansiedad. Reforzaba y distorsionaba el discurso escénico. En Una imagen interior es -excepto en los momentos en que la narración ilustrativa altera la realidad observada- no pasa nada significativo. Un paseo por lugares comunes, con tendencia a la zozobra apocalíptica, que flota en paralelo mientras aparece y desaparece en el escenario un museo, un supermercado o una cueva prehistórica. O un sueño, recurso infalible. Pero, sobre todo echa de menos el componente irónico que situaba su universo artístico en un espacio propio. El mismo que les ha llevado al circuito internacional. Sin ese filtro, el universo filosófico que intentan construir es quebradizo. Frágil en un especulativo diálogo que cuestionara la retahíla de sentencias categóricas una vez abandonado el castillo del escenario.
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