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ANAR A FiTXA DE L’OBRA ENLLAÇ EXTERN

Puigserver, de espaldas al público

Publicat el: 24 de febrer de 2022

CRÍTiCA: Terra baixa. Roger Bernat

Roger Bernat ha conseguido algo muy difícil: hacer una Terra baixa diferente, no canónica, de aires posdramáticos. Y lo ha hecho, paradójicamente, rehuyendo la diferencia, buscando una literalidad extrema, reconstruyendo al pie de la letra el montaje de Fabià Puigserver de 1990 en el Mercat de les Flors. La Terra baixa de Bernat proyecta el vídeo de aquella versión al fondo de la sala del Lliure de Gràcia, obligando a los intérpretes a escuchar por unos auriculares el audio de hace treinta años y a repetir consecutivamente sus frases. Una versión “zombie”, en palabras de Bernat, que hace pensar en el teatro de nuestro tiempo como un museo del fin de la historia donde, como decía Fukuyama, no habría arte ni filosofía, sino la mera conservación del pasado. Una lectura “desde la superficie”, según el propio Bernat, que aspiraba a ser un homenaje al cofundador del Lliure en el treinta aniversario de su muerte, pero que se ha quedado en un extraño ejercicio deconstructivo, en una museización impasible del pasado, en una fetichización del mito local más próxima al souvenir que a otra cosa.

Cada noche, el elenco de Terra baixa es distinto. Bernat elige a seis actores de una nómina de setenta y ocho para interpretar, sin apenas preparación, todos los roles de una función que ha sido drásticamente reducida en su duración: de las dos horas de Puigserver a apenas hora y diez. El 23 de febrero, el elenco estuvo formado por Guillem Balart (Manelic), Raquel Ferri (Marta), Núria Lloansi (Nuri), Xavier Serrano (Sebastià), Xavier Ripoll (Xeixa) y Yolanda Sey (Pepa). Y hay que decir que, en esa función del 23 de febrero, el elenco consiguió levantar el espectáculo de una manera muy peculiar: haciendo olvidar el artificio inventado por Bernat. Los intérpretes no miraban en ningún momento la pantalla con la que competían en la memoria. Sólo el público, después de las explicaciones de Bernat, echó fugaces vistazos atrás, pero acabó ignorando igualmente las imágenes de Puigserver para centrarse en el espectáculo en vivo. Y uno se pregunta, entonces, para qué esa pantalla que nadie mira, que es mejor no mirar porque lo arruinaría todo, como la retrospectiva de Orfeo. Tampoco se notaba, salvo algún instante, que los intérpretes repitieran palabras de un audio, y hubo escenas francamente vibrantes entre el rústico pero bienintencionado Manelic (brillante Balart) y la desgarrada Marta de Ferri. Por un momento parecía que hubieran ensayado, que no remedaran frases de otro tiempo ni se proyectaran imágenes de archivo en algún rincón de la sala. La función funcionaba porque emergía inesperadamente la densidad melodramática de Guimerà, porque se perdía la desnaturalización forzada por Bernat. Del experimento sólo quedaban las intervenciones del propio Bernat desde la platea, marcando los cambios de acto y escena, el vestuario de calle de los intérpretes y poco más. Guimerà y Puigserver se imponían a Bernat y ofrecían un zombie muy vivo.

El homenaje de Bernat a Puigserver parece honesto, pero errado en el formato. La verdadera relectura de Bernat está en los oídos de los intérpretes, en los propios auriculares que lleva puestos Bernat (que le permiten escuchar al público de los noventa), así como en unas imágenes proyectadas para que nadie las mire. La versión de Bernat es más para el elenco que para la platea, una suerte de psicodrama que proyecta al pasado a los seis elegidos de cada función. Si se trataba de hacer un verbatim de Puigserver, de zambullirse en la arqueología teatral, una vídeo-instalación probablemente habría funcionado mejor, permitiendo al público entrar en el circuito cerrado que Bernat reserva a sus setenta y ocho colaboradores. En realidad, no ha fallado la voluntad de Bernat de releer a Puigserver. Tampoco ha fallado su intención de homenajearlo. Ha fallado la capacidad de comunicarlo al público. Bernat se ha olvidado del público.

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