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7
El ascensor teatral
Publicat el: 6 de maig de 2022
CRÍTiCA: Patatas fritas falsas
La agitprop ha entrado al Teatre Nacional de Catalunya. La nueva dirección de Carme Portaceli, recogiendo el tímido testigo de la dirección anterior, ha dado voz a lo más granado de la escena local emergente, al teatro de sala pequeña y distancia corta, de contacto directo con el público, y ha programado Patatas fritas falsas, la última gamberrada de Agnés Mateus y Quim Tarrida, autores de Hostiando a M y Rebota rebota y en tu cara explota. Si esto es prueba de algo es de que en Barcelona existe un pequeño ascensor teatral que permite, con mayor o menor frecuencia, que las producciones más humildes lleguen a lo más alto y que el talento emergente no se quede en eterna promesa. Una buena noticia en toda regla.
Patatas fritas falsas es un desahogo antifascista, una obra militante contra la pervivencia en nuestros días de los resabios de Hitler, Mussolini y, sobre todo (por proximidad), Franco. El arranque no puede ser más inequívoco. Una gigantesca bandera de España, de las que hoy se llaman eufemísticamente “preconstitucionales”, es decir, con el Águila de San Juan y el lema “una, grande y libre”, ondea ante la platea durante sus buenos quince minutos. Es verdad que no hacía falta tanto aparato para dar a entender el tema. Nos queda claro que vamos a hablar de los orígenes no democráticos de nuestra democracia. Y que el tamaño de los símbolos es directamente proporcional a la voluntad de parodiarlos. Es uno de los daños colaterales del ascensor teatral. La provocación underground se excede a sí misma cuando cuenta con los grandilocuentes medios del gran teatro público de Cataluña. Con menos minutos y menos metros cuadrados de tela se habría entendido perfectamente la sencillísima idea.
Recogida la bandera como un segundo telón, aparece Mateus, sola en escena, para ofrecernos la mejor escena de la función. Un monólogo de apología paródica del fascismo, que exagera hasta el delirio los miedos y fobias de la extrema derecha, recreándose en la caricatura pura y dura, pero aprovechando también para arremeter contra los remilgos y las sensiblerías de la progresía, desde las muy reflexivas escuelas Montessori hasta el auge del empoderamiento femenino. El público se dobla de carcajadas ante Mateus, dueña absoluta de la escena, que demuestra talento para hacer humor incluso de los problemas técnicos que se le cruzan por el camino. Un monólogo de humor político que vale por sí mismo la entrada, verdadero momento estelar de la función, que importa al Teatre Nacional de Catalunya la frescura y la incorrección política de la periferia teatral, disfrazando por un momento la Sala Tallers de Antic Teatre.
Pasado ese punto, la obra decae notablemente. Mateus decide mostrarnos sus dotes de ventrílocua resucitando a un Franco de peluche al que lleva de paseo por la Cataluña contemporánea para abundar en tópicos más que sabidos: las fosas comunes, el patriciado catalán afín al régimen, la desmemoria de los jóvenes y un largo y previsible etcétera. No contenta con eso, Mateus continúa su militancia antifascista disfrazándose de siniestro aguilucho y paseándose por la platea mientras regala billetes falsos al público. Y de nuevo la generosa ración de tópicos, esta vez sobre los ganadores de la guerra, sobre aquéllos que escriben la historia y sobre el favoritismo, billete en mano, a los amigos y conocidos. Pero lo más desconcertante llega al final de la función. En un arrebato ludita, Mateus se encara a una lavadora, que ha estado girando toda la función, y la destruye a golpe de almádena, simplemente porque sí. La relación con el tema es nula. La gratuidad, evidente. Y revela quizá una impotencia de concierto punk: el quiero y no puedo ser (literalmente) rupturista en el Teatre Nacional de Catalunya.
Patatas fritas falsas es una pieza irregular y entretendia, que tiene más mérito como gesto programador que por su realización propiamente dicha. Las dotes escénicas de Mateus están fuera de toda duda. Su desenvoltura performática vale por sí misma la entrada. Pero la explotación descarada del cliché desmerece sus saludables momentos de frescura. Y al final, lo que queda, es que el Teatre Nacional de Catalunya se ha atrevido a programar la última trastada de Mateus y Tarrida, o sea, que el ascensor teatral funciona. Mejor o peor, con mayor o menor frecuencia, pero funciona. Y eso, en sí mismo, es una buena noticia.
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