Hamlet es un pozo sin fondo. Es posible que los directores recurran una y otra vez a las desventuras del príncipe de Dinamarca porque en cada línea se abre una inesperada veta de significado para explotar su propia mina escénica. Y no sólo con el universal “ser o no ser”, aunque esta sea también en parte la llave del montaje de la peruana Chela de Ferrari con un reparto formado por personas con discapacidad cognitiva. Intérpretes con síndrome de Down que hacen de su presencia en el escenario un acto de reivindicación de la diversidad del género humano. Primer aviso: aquí quien se adapta a otra manera de hablar, moverse, de entender el tiempo, es el público. Las cosas claras desde el principio. En este encuentro no hay espacio para la pena o la incomodidad.

Establecido el acuerdo, este Hamlet prosigue centrado en las escenas y los personajes que enfatizan tres aspectos del texto: las relaciones paternofiliales, el arte de la interpretación y, por supuesto, el dilema existencial. Shakespeare acompaña las experiencias personales de la compañía. El pretexto dramático para crear un reflejo nuevo sobre qué es vivir, sentir y sufrir cuando tu fenotipo te coloca sin remedio en el mito condescendiente de un colectivo minorizado y te arrebatan la individualidad. Una protesta que también se planteaba en Mare de sucre de Clàudia Cedó. Así se explica una estructura fragmentada que reproduce -a veces explícitamente- la intrahistoria de los ensayos. Vemos aquello que tiene como resultado un encaje perfecto entre las palabras de Shakespeare y la vivencia de los intérpretes, aquello que despierta en el público un revulsivo empático.

Pero De Ferrari no se limita a exponer. El montaje, a pesar de su austeridad formal, encuentra cómo insertar en el testimonio la dimensión estética del teatro contemporáneo o la referencia culta de nuevos clásicos, como el montaje de Hamlet de The Wooster Group y su juego de la reproducción milimétrica. Esta vez no es Richard Burton el príncipe invocado sino la película protagonizada y dirigida por Lawrence Olivier en 1948. Y en esa confrontación entre leyenda y presente, se impone la fuerza de la voluntad de ser ante la lánguida impostación del mito. Quizá sea esta presencialidad tan potente uno de los aspectos más destacados de este montaje. Tanto que -como destacaba la compañera de criticas Alba Cuenca- la energía que clausura la función posea la misma electricidad de la protesta festiva de Paisajes para no colorear de Marco Layera. Ese coraje generacional que recorre las sociedades de Sudamérica y provoca cambios.