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8
Blanca soledad de un dandi caído
Publicat el: 6 d'octubre de 2023
CRÍTiCA: Eugene Onegin
Del entorno rural y urbano de la Rusia del siglo XIX a un espacio intemporal, blanco, aséptico y minimalista que realce el trabajo de los intérpretes recreando las heridas emocionales de los personajes. La propuesta del director escénico Christof Loy de la ópera ‘Eugene Onegin’ de Chaikovski, basada en la novela en verso de Pushkin, busca remarcar la naturaleza solitaria de los protagonistas y funciona especialmente en la segunda parte cuando asistimos a la caída de Onegin, retorciéndose de dolor sobre la blanca pared tras el duelo que causa la muerte a su buen amigo Lenski. Una estancia vacía de blanco impoluto simboliza el espacio mental de ese don Juan desolado que toma consciencia de sus equivocaciones y de la deriva destructiva que estas han comportado en su vida y en la de los demás. Atrapado en el tedio y la melancolía, el aristócrata flirteó con Olga, la prometida de Lenski, lo que motivó el duelo, y rechazó a Tatiana, una inocente joven de provincias que se atrevió a confesarle su amor a primera vista en una carta.
En su propuesta conceptual, que no convenció a todos, Loy distribuye la ópera en dos partes para ofrecer el punto de vista de Tatiana, en la primera, más realista, y el de Onegin, en la segunda, más irreal. El director alemán incluye apuntes coreográficos que dinamizan un planteamiento estético que, aunque elegante y hermoso, también resulta a veces excesivamente frío. Las danzas del coro y bailarines irrumpen alegremente mientras se suceden los flirteos y desencuentros amorosos. El barítono noruego Audun Iversen encaja muy bien en el perfil del dandi protagonista aportando un timbre oscuro y un porte distante y frío que se resquebraja tras la muerte de su amigo aflorando entonces su angustia y desolación. A Chaikokski le irritaba este héroe romántico y despiadado, pero Loy opta por una mayor empatía tras la dolorosa caída del personaje, que acaba solo y sufriendo las flechas del amor.
La rusa Svetlana Aksenova, de cálido pero limitado registro, firma una convincente interpretación actoral, en su tránsito de jovencita provinciana y soñadora a sofisticada princesa. Aparece bellísima vestida de rojo, en contraste con la blanca escenografía, cuando se reencuentra con su amado Onegin años después de que este la rechazara. Aún lo ama, como buena heroína romántica, pero es tarde: no dejará ni a su marido ni su estatus (“pertenezco a otro y siempre le seré fiel”). La mezzosoprano Victoria Karkacheva brilló en el papel de Olga, aunque los mayores aplausos se los llevó un estupendo Alexey Neklyudov como el poeta Lenski. A su bello timbre, el tenor suma un delicado trabajo actoral, entre encantador y patético, luciéndose y emocionando en el aria antes de batirse en duelo con Onegin. Curioso que el poeta Pushkin, el autor del drama romántico, falleciera también en un duelo a pistola en 1837 por una afrenta amorosa, seis años después de que dejara escrita una escena similar.
Bajo la entregada y detallista batuta de Josep Pons, la maravillosa partitura de Chaikovski nos acerca a múltiples emociones (melancolía, angustia, ternura, pasión…) que el propio compositor romántico –que admitió ciertas conexiones biográficas con el texto de Pushkin- experimentó intensamente en su atormentada existencia. Se casó con Antonina Miliukova para acallar los rumores sobre su homosexualidad y concibió ‘El lago de los cisnes’, ‘El cascanueces’… y esta obra maestra de la ópera rusa que merecía rescatarse tras un cuarto de siglo sin pisar el Liceu.
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