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7
Polifonía de voces
Publicat el: 23 de febrer de 2021
CRÍTiCA: Canto jo i la muntanya balla
Joseph von Eichendorff dice en su poema Wünschelrute -traducción libre- que “duerme una canción en todas las cosas / soñando sin parar / y el mundo comienza a cantar / si aciertas con la palabra mágica”. Parece compuesto para explicar la escritura de Irene Solà y el despliegue panteísta y polifónico de Canto jo i la muntanya balla. Entre Camprodón y Prats de Molló evoca un universo de realismo mágico con un pie en el romanticismo alemán y su devoción por el misterio ancestral del bosque y las montañas. El lugar ajeno a las leyes del hombre de las leyendas y sus criaturas.
En la traducción escénica de Clàudia Cedó, Guillem Albà y Joan Arqué ese espacio compartido por vivos, muertos, naturaleza y mitos, la noción de ensoñación adquiere un protagonismo absoluto. Para los que no han leído la novela -como es el caso- hasta puede parecer connatural encontrarse en el teatro de la Biblioteca con un Brigadoon pirinaico. Menos amable que la leyenda alemana pasada por Hollywood, pero quizá más que el descrito en la novela de Solà. Un lugar ajeno al tiempo, como el vestuario de Nídia Tusal que atrapa a sus personajes en un espacio liberado del paso de los años y las generaciones, excepto cuando salen de los dominios de Matavaques.
Es tan poderosa la atmósfera de cuento que incluso parece engullir la tridimensionalidad humana de los caracteres. Trazos con cuerpo y voz en un cautivador dibujo de conjunto. Actores y actrices que asumen sobre todo un rol de mediadores, de la narración, de la puesta en escena y de las criaturas que habitualmente no tienen voz propia. Es entonces cuando la función se adentra de lleno en la gran ilusión. Cuando un corzo o una perra cuentan sus historias y cobran vida con sus esqueletos de madera que tanto recuerdan a la magia de War Horse. Los momentos reservados a los humanos son menos estelares, como si los directores no los hubieran trabajado con el mismo esmero, incluso descuidando que las palabras sean siempre inteligibles. Pero los hay: la aparición de las “dones d’aigua” como si fueran unas brujas voraces de Macbeth; el levitar de la Neus sobre banquetas para exorcizar la masía de Matavaques de una sombra olvidada; el regreso pródigo de Jaume, el hijo de los gigantes -como si fuera un Peer Gynt del Ripollés- conduciendo su coche con la banda sonora del zumbido ansioso del arco de un contrabajo; el atropello que se produce en esa carretera. No hay mucho más espacio para el lucimiento interpretativo, aunque las tres actrices del reparto (Laura Aubert, Anna Sahun y Catarina Tugoris) aportan una serenidad sacerdotal muy evocador. Consagradas al milenario rito de la transmisión de las historias.
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