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La humildad de la memoria
Publicat el: 22 de juliol de 2019
CRÍTiCA: By Heart
Hasta hace unos meses, cuando pensábamos en la figura del director de un
teatro público, acudía a nuestra mente la imagen de un hombre blanco de cierta
edad, vestido elegantemente y posando al lado del star system que siempre protagoniza sus montajes. Esta imagen tan
frecuente se rompió parcialmente en Catalunya con el anuncio de Juan Carlos Martel como nuevo director
del Teatre Lliure. De repente, repasamos los últimos montajes del director de
la institución y no encontramos ninguna cara conocida entre los sintecho y
las octogenarias
que los protagonizan. Algo parecido es lo que hace Tiago Rodrigues, el director del Teatro Nacional D. Maria II de
Lisboa. Una
rápida búsqueda nos da detalles de uno de sus últimos montajes, Soplo, en el que pone en escena a
una de los pocos apuntadores –esas personas que recordaban hace años el texto a
los actores cuando se quedaban en blanco- que todavía quedan activos en Portugal.
La memoria es un tema que le interesa. Y By
heart, creado en 2012, lo demuestra.
En escena, Rodrigues es claro desde el primer momento: La obra no va a
empezar hasta que diez espectadores decidan por su propio pie sentarse en las
sillas que forman la única escenografía del espectáculo. Y tampoco va a acabar
hasta que esas personas hayan aprendido un texto de memoria. Tenemos tiempo, en
el programa ya nos indican que el espectáculo puede durar entre 90 y 120
minutos. Como atrezzo, dos cajas de frutas llenas de libros antiguos. Y nada
más. Bueno, también hay botellas de agua para los que recitarán, aunque después
de la obra deben devolverlas ya que se reutilizan para el resto de funciones.
Cosas de la crisis. “Al menos ahora
tenemos botellas. Con agua”, bromea Rodrigues. Y lo hace con un desparpajo con
el que se gana al público desde el primer momento. Durante toda la función le
vemos divertido, irónico, empático, dinámico… Y sobretodo mostrándose como un
igual, como un hombre tan normal y cercano como cualquiera, que se dispone a
contarnos su historia y la de su abuela Cândida.
La anciana fue una ávida lectora que, ante la amenaza de perder la vista
por una enfermedad, le pidió a su nieto la difícil tarea de escoger un último
libro para memorizar y recordar cuando la vista no le permita zambullirse en él.
Bajo este pretexto, Rodrigues refiere y recita un conjunto de discursos, anécdotas
históricas y textos que hablan del valor revolucionario de la memoria. Un viaje
a través de autores como Ray Bradbury,
George Steiner o Joseph Brodsky entre otros. Y sí,
también entremezcla estos discursos con la misión de conseguir que los 10
valientes memoricen el soneto 30 de Shakespeare.
Un acto de resistencia que, en teoría, no puede ser arrebatado.
Los fragmentos están hilados con suma fluidez y el director interactúa
constantemente con los espectadores, a caballo entre la narración y la
improvisación, haciendo que nos embobemos como niños ávidos de saber más. El
uso de los libros con palabras escritas a mano en ellos sirve para identificar
a los espectadores con los diferentes personajes. Da igual si no se parecen en
nada: la mirada del director y la imaginación de cada cual hacen su magia
mientras la mezcla de humor, poesía e improvisación nos mantiene constantemente
con una sonrisa en los labios.
Sabemos desde el principio que la obra terminará con la recitación del
poema. Pero lo que no esperamos es que Rodrigues lo integre en el final de una
forma tan emotiva. La vida nos golpea recordándonos nuestra implacable debilidad.
Y esa certeza, tan evidente y a la vez tan ignorada, se materializa ante
nosotros sin que la hayamos visto venir. De repente, el final nos hace aguantar
la respiración y une en la emoción a todas las almas de la sala. Terminamos la
función con un sabor agridulce: Hemos recordado la grandeza y a la vez la
insignificancia que compartimos como humanos.
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