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8
Alors on danse
Publicat el: 24 de juliol de 2018
CRÍTiCA: Belgian rules
Hace unos días, el Teatre Lliure anunció que en junio de 2019 llegará a Barcelona y por tercera vez en España Mount Olympus, el famoso espectáculo de 24 horas dirigido por Jan Fabre. A casi un año vista, el evento agotó entradas en unas pocas horas. Y es que sus montajes tienen fama de ser experiencias inolvidables, por su gran impacto y la polémica que generan. Mientras esperamos la cita, el Grec nos dio la oportunidad de irnos entrenando en su estilo con Belgian rules, belgium rules, un montaje también grande en forma y en duración: Casi cuatro horas sin entreacto.
Se trata de una sátira de la patria belga, con sus pros pero sobretodo con sus contras. Las palomas como símbolo de amor-odio nacional, el erizo como metáfora del carácter reservado de sus habitantes; las normas absurdas que rigen el país y la cerveza, mucha cerveza. Todo ello y muchos más referentes son ampliamente ridiculizados a través de la ironía y la repetición. Se mencionan costumbres locales como las Fermettes – imitaciones de granjas tradicionales hechas con materiales nuevos y en entornos no rurales-, las coloridas comparsas del carnaval y las tradiciones festivas, pero también la prostitución escondida y la importante fuerza del negocio armamentístico – pese a que el país se vanaglorie de no participar directamente en conflictos bélicos-. Además, también hay tiempo para los referentes artísticos que forman el orgullo de la patria: Desde los pintores del siglo XV como Jan van Eyck hasta el surrealismo de Magritte.
Técnicamente, Fabre cuenta con un gran montaje. Y no por grandes infraestructuras, sino por muchos elementos sencillos que, todo juntos, compenetrados y en cantidades abundantes, crean una experiencia visual y plástica muy potente: ventiladores, humo, confeti, maquillaje y decenas de máscaras y vestidos extremos, desfasados, paródicos. Sobre el escenario, quince actores en un alarde impresionante de energía y buena forma física, que bailan, corren y saltan sin bajar el ritmo. La música, a momentos festiva y en otros más calmada, está compuesta expresamente por Raymond van het Groenewoud y el también actor Andrew Van Ostade, aunque cuenta con ritmos externos –a la obra, no a la patria- como el ya mítico Alors on danse de Stromae.
Ahora bien, si analizamos el mensaje nos damos cuenta de que lo que dice en cuatro horas lo podría decir en dos. El despliegue, aunque estéticamente impactante, se hace excesivo, barroco, con una búsqueda de la provocación por provocación en muchas de las partes. No se necesita semejante maratón de espectáculo para decir que el primer mundo (habla y ejemplifica Bélgica, pero en el fondo podría referirse a cualquier otro país afortunado) es hipócrita, egoísta y contradictorio. Sobre todo porque, pese a que como experiencia de gran formato es una obra que vale la pena vivir, está lejos de provocar algo más profundo. Nos reímos de las costumbres ridiculizadas, pero estas aparecen tan estiradas que resultan lejanas, y por tanto no nos interpelan ni nos incomodan. Mejor pasarlo bien: para olvidar los problemas, mejor bailar.
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