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Ibsen devorado por Brecht
Publicat el: 4 de juliol de 2022
CRÍTiCA: Ein volksfeind (Un enemic del poble)
Antes de que el teatro político se volviera abiertamente antiburgués, la burguesía se había revuelto contra sí misma y había mostrado su propia decadencia. Antes que Brecht había sido Ibsen. El salto entre uno y otro es enorme, porque el de Ibsen es todavía un teatro aristotélico, de ilusión de realidad y empatía con los personajes, mientras que Brecht hace trizas a Aristóteles para forzar el extrañamiento del público con la escena, para hacernos pensar que, desde el arte, se pueden cambiar las cosas. Por eso, leer a Ibsen desde Brecht guarda un cierto sentido histórico y una afinidad política, pero escénicamente es un triple salto sin red. Entre ambos autores hay un abismo. Y este salto abismal es el que dieron Thomas Ostermeier y el dramaturgo Florian Borchmeyer hace ya diez años con la Schaubühne de Berlín, al adaptar el ibseniano Un enemigo del pueblo a los efectos V brechtianos, transformando un drama realista victoriano en teatro épico del siglo XX.
El Enemigo del pueblo de Ostermeier/Borchmeyer exhibe sus intenciones desde el principio, con tres efectos brechtianos de manual. El primero es una enorme pantalla en el proscenio, que recibe al público antes de empezar la función, con una invectiva contra el liberalismo rampante en nuestros días, representado por el eslogan (I am what I am) de un fabricante de zapatillas americano que equivale, para los autores, a “una campaña militar”, más que publicitaria, a “un grito de guerra, dirigido contra todo lo que existe entre los seres”. Palabras que retomará el doctor Stockmann en el acto IV, cuando arremeta contra “la compacta mayoría liberal” que lo juzga. El segundo efecto brechtiano es una música en directo que se niega a ser un mero acompañamiento y que toma partido respecto a los temas de la obra, como pedía Brecht en su Pequeño organon para teatro. Escuchamos a Billing, subeditor del periódico local, y a Catalina, esposa del doctor Stockmann, entonar el Crazy de Gnarls Barkley y el Changes de David Bowie, avanzando la locura y los grandes cambios que el texto revelará sólo más tarde. El tercer efecto es la escenografía de Jan Pappelbaum. Lo que en un Ibsen clásico habría sido un escenario practicable para mostrar el hogar de los Stockmann o la redacción del periódico local, aquí son dibujos de tiza sobre pizarra que los propios intérpretes se encargan de borrar y rehacer con el paso de las escenas. No hay forma de que nos encantemos con la vieja ilusión de realidad. Ostermeier nos recuerda que estamos en un teatro y que hemos venido a releer a Ibsen.
La historia de Ibsen, por su parte, transcurre con bastante fidelidad al original. Hay algunas sorpresas, como la fusión de los personajes de la hija y la mujer de Stockmann, pero la dramaturgia de Borchmeyer respeta la minuciosa trama política del original, que muestra todo su esplendor en el embrollo endiablado de lo que parecía una cuestión cristalina: que el balneario local tiene sus aguas envenenadas y hay que cerrarlo. Seguimos a Ibsen en el tortuoso juego de intereses entre la prensa y la clase política local, en las disputas sobre la financiación pública o privada de las obras de saneamiento, en los problemas de financiación para el periódico que traiga la mala nueva, en la destrucción de puestos de trabajo, en la especulación con las acciones del balneario o en la cínica explotación de las dudas razonables de la ciencia. Ostermeier y Borchmeyer no dejan que se les escape la esencia moderna del drama, su complejidad política y psicológica irreductible, el encanto clásico de su trama. Y esta heterodoxia, esta alquimia de drama burgués y teatro épico es, contra todo pronóstico, lo que hace funcionar la pieza.
El gran giro de guion, sin embargo, llega en el acto IV, cuando el doctor Stockmann, desengañado de sus antiguos aliados, se dirige al pueblo para contarles la verdad. No la verdad sobre el balneario, como sería esperable, sino una verdad más profunda sobre la corrupción moral y material de la sociedad europea contemporánea. Ibsen se refería, lógicamente, a los valores victorianos tardíos, que Ostermeier y Borchmeyer sustituyeron en 2012 por los valores liberales en plena Gran Recesión. En 2022, es cierto que la impugnación de un modelo económico al que nos hemos resignado, y que ya padece sus siguientes crisis, puede rechinar por momentos. Pero cuando el doctor Stockmann carga, más ampliamente, contra nuestra podredumbre civilizatoria, contra nuestro individualismo y nuestra letargia (a veces inducida farmacológicamente), contra la primacía de los valores materiales y del dogma económico del crecimiento, consigue momentos de gran pegada. Y entonces llega el gran momento brechtiano: los actores rompen la cuarta pared y ceden la palabra al público, micrófono en mano, para pronunciarse sobre el doctor Stockmann, sobre sus razones y las de sus enemigos. La apuesta es arriesgada, porque de la platea puede salir cualquier cosa. La noche del estreno, la respuesta fue una apasionada defensa del doctor Stockmann y una indignación unánime con el personaje de Aslaksen, que hacía de abogado del diablo. La jugada de Ostermeier subvertía, así, el original de Ibsen, donde la audiencia atacaba al doctor, en vez de defenderlo, por lo que puede tener sus razonables detractores. Pero es ahí donde Ostermeier se decanta como director, donde hace prevalecer la intervención popular sobre cualquier criterio literario, donde impone la fórmula épica a la realista, donde deja que Brecht devore definitivamente a Ibsen.
El Enemigo del pueblo de Ostermeier es ya una versión canónica del clásico. Lleva girando desde 2012 y su capacidad de revitalizar el original, de engrandecerlo incluso, es indudable. Cuenta, además, con un reparto de excepción que lleva la pieza en volandas, con un enérgico Christoph Gawenda en el papel del doctor Stockmann, con el correoso Konrad Singer como su perverso hermano y alcalde del lugar; con el dúo cómico de Laurenz Laufenberg como Hovstad y David Ruland como Aslaksen, responsables del periódico local; con la sarcástica Genija Rykova en el refundido papel de la mujer y la hija de Stockmann; y con el brillante y polifacético Moritz Gottwald como Billing, verdadera alma musical de la función. Con su equipo de la Schaübuhne, Ostermeier ha logrado algo muy raro en la historia del teatro: que la lectura libre de un clásico mejore el original, que un Ibsen menor se convierta en una potente pieza de teatro político contemporáneo. Y eso hay que celebrarlo.
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