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CRÍTIQUES
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Juan Carlos Olivares
PER: Juan Carlos Olivares

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8

ANAR A FiTXA DE L’OBRA ENLLAÇ EXTERN

Narciso baja al Hades

Publicat el: 10 de maig de 2022

CRÍTiCA: Els homes i els dies

De las sombras emerge la silueta de un hombre y un piano. Comienza a tocar la Cantata BWV 106 “Actus Tragicus”. La música invoca un coro de hombres. Fantasmas del pasado, como en la escena más emotiva de The Inheritance de Matthew Lopez. Bach compuso esta pieza para un funeral. El hombre se presenta: se llama David Vilaseca y en 2010 muere atropellado en Londres. En pocos minutos Josep Maria Miró y Xavier Albertí nos han situado en el Hades. La morada de los muertos que Max Glaenzel desplegará en una escenografía hecha con la oscuridad perfilada de David Bofarull. El inframundo ocupa el escenario, sin soslayar ninguna de sus acepciones ligadas al universo gay. El lugar, el mito y el concepto que sustentan la compleja adaptación escénica de Els homes i els dies, obra parcialmente póstuma de Vilaseca. Saltemos 2017, a la librería Laie y a la crónica que Francesc Ginabreda hace en “Núvol” de la presentación del libro. Sólo para recoger dos ideas lanzadas por los amigos presentes y que también explican esta puesta en escena: “claridad glacial” y “materia oscura”. Ambas resuenan en esta función con refinada intención y enlazan con la propia voz del autor cuando describe parte de su experiencia vital -la recogida en L’aprenentatge de la soledat– como una bajada a los infiernos para regresar, cual ave fénix, al mundo de los vivos.

Albertí nos invita a descender a esa dimensión más mental que física, conducido por un espectro literario y su archivo de recuerdos. Las emociones poseen la intensidad amortiguada de los no vivos. Un gran ejercicio de contención y distancia emocional para y de Rubén de Eguía (David). El narrador-guía que sólo se permite puntuales momentos de alteración, tan sutiles como ese segundo botón de la camisa blanca de repente desabrochado. Frialdad que al principio desconcierta y luego se hace imprescindible para entender y disfrutar plenamente de esta radical fantasmagoría escénica. Paula Blanco representando casi hierática y con el esfuerzo de hacer presente a todas las mujeres (amigas, confidentes o referentes) cambiando sólo de peluca; la madre (Mercè Arànega) y el padre (Oriol Genís) que pasan de figuras de la añoranza familiar y corriente a erigirse en parca psicoanalítica (ella) y en un misterio cómplice (él), como un personaje de una novela David Leavitt. Los hombres que representan el deseo, convertidos en fichas de experiencias: nombre, edad, procedencia, profesión y lugar de encuentro. Puntos en un mapa del cruising londinense. El desnudo masculino codificado por un ornamento fetichista. Sólo Josh (Francesc Cuéllar), el primer amante mencionado, merece un tratamiento más tridimensional, aunque también el gesto esté marcado por la repetición y la distancia. Quizá porque es, sin saberlo, Caronte que con su ausencia abrirá las puertas del ansia del sexo. Figuras que emergen de rincones, puertas, trampillas y espacios que se abren y extienden como los ficheros de María Moliner. Y están las metáforas literarias que Miró ha sumado (Sagarra, Rodoreda, Puig i Ferreter) para ilustrar la compleja relación que Vilaseca tenía con su ascendencia y pertenencia cultural. O la reina roja travestida con la que Miró trasciende el discurso queer de Vilaseca y regala a Roberto G. Alonso un episodio estelar más. Y los ecos de Orton y Gil de Biedma, ya diseccionado por Albertí en Más extraño que el paraíso hace una década. Y la aparición de Alejandro Bordanove como el San Sebastián de Bronzino, ese icono gay a punto de convertirse en carne kitsch para Pierre et Gilles. Habla y explicita más que cualquier otro personaje de esta adaptación -junto con el de la madre que habla con la voz del hijo – la acertada decisión de amortiguar o resignificar el casi inevitable narcisismo de la literatura del yo con la atomización de la voz única en una multiplicidad de ecos. Un recurso subrayado constantemente por Albertí y Miró para reivindicar a fondo la glacial emoción de una puesta en escena que para ser redonda en su discurso dramático sólo debería cambiar de título: L’aprenentatge de la soledat.

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