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7
Una náufraga en Grand Central Station
Publicat el: 14 de setembre de 2018
CRÍTiCA: Aquí. De Santander a NY
Liz, la protagonista de
Aquí “De Santander a NY” de Queralt Riera es una mujer trágicamente atrapada en el marco mental de los
hombres. Abnegación, sumisión y la fantasía escapista del amor romántico. A
cambio, abandono, menosprecio y violencia. Cenicienta que crece sometida a la
miseria moral provinciana de una película de Bardem hasta que un giro
inesperado en su vida yerma de ilusiones -esa maldita rueda del amor de los
cuentos de Joyce Carol Oates- la convierte en una víctima del azar en la ciudad de Paul
Auster.
Ella -en la Sala Atrium son tres: Annabel Castán, Patrícia
Mendoza y Núria Tomás- explica su historia vestida(s) de novia perdida, ensangrentada y enajenada de todas sus esperanzas entre la coreografía de la multitud de la Grand Central Station
de Nueva York. Un escenario de mármol y tránsito perfecto para un monólogo de
verbo excitado. Un palacio del anonimato para desprenderse de todo y adentrarse
en la invisibilidad de los eremitas urbanos -voluntarios o forzados- que Auster
ha convertido en un reconocible imaginario literario. Una náufraga de dique
seco que abraza la locura como El rey
pescador de Terry Gilliam para huir para siempre de Santander.
El texto de Riera -también directora del montaje- posee la
ambición de alejarse de los argumentos, perfiles y recursos dramáticos más
trillados. Aquí exhibe una
cuidadísima fuerza literaria. A veces poesía en prosa, con una evidente
búsqueda de la musicalidad de las palabras. Pero además logra que el humor esté
casi siempre presente como una corriente subterránea. Ironía doliente. No es
una comedia. Es la risa de la desesperación, la incredulidad, la rendición
absoluta. Una sonrisa amarga. Un matiz que hace aún más interesante el
soliloquio interior de la protagonista. Personaje que encontramos en la frontera
entre la cordura y la locura, y acompañamos en su caída. Quizá -y es una muy
apreciación personal- hubiera sido más caritativo dejarla suspendida en esa
tierra de nadie, en la zona gris de los locos-cuerdos, y no entregarla a un
último gesto romántico, como si el sino de Anna Karenina se presentara como la
última solución a su desgracia. Quizá no se merece acabar su existencia de
ficción como una dama marcada de una novela del siglo XIX.
La solidez dramática es algo menos evidente en la puesta en
escena. La opción de multiplicar la voz de Liz en tres intérpretes abre la obra a una mirada más fragmentada que encaja muy bien con el desorden vital y
emocional de la mujer. Es una coreografía sincopada de sentimientos que funciona mejor
cuando se expresa con cacofonía que con eufonía. Y las tres actrices, las
tres excelentes -con Annabel Castán sobresaliendo ligeramente sobre sus
compañeras- aportan interesantes notas diferenciales que hacen el personaje y
su desequilibrio aún más rico. Menos
afortunada es mantener alguna idea surgida en los ensayos -como el guiño
meta-teatral- sin demasiada incidencia ni recorrido en la dramaturgia
propuesta, o el vídeo que enlaza los dos actos y que no va más allá de un
recurso para permitir un cambio de vestuario. Oportunidad
desaprovechada.
En este sentido, Queralt Riera se muestra como una más que
interesante dramaturga -con una clara voz propia- que aún tiene recorrido por
delante para exhibir la misma seguridad y unicidad como directora de escena.
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