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PER: Gabriel Sevilla

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ANAR A FiTXA DE L’OBRA ENLLAÇ EXTERN

Gamificar la batalla cultural

Publicat el: 13 de maig de 2024

CRÍTiCA: Gamificar la batalla cultural

La historia de Helen Keller es historia de los Estados Unidos, desde la posguerra de Secesión hasta el posmoderno siglo XXI. Un infinito hamletiano en una cierta cáscara de nuez. Y una golosina para el teatro político que pretenda, como decía Erwin Piscator, elevar lo escénico a lo histórico, o sea, poner sobre las tablas el espíritu de una época. Porque hablar de Keller, la activista sordociega que salió de Alabama para asombrar al mundo, es hablar de feminismo blanco y privilegios, de socialismo y petrodólares, de capacitismo y educación especial, de bulos y redes sociales, de revolución e interseccionalidad, de pensamiento y lenguaje. No es extraño que Chévere, compañía gallega de agitación teatral, haya escogido este símbolo y síntoma del siglo XX americano para volver, en una enésima variación, a sus temas de siempre.

Petrodólares, marxismo y negacionismo

La biografía de Keller revela, a simple vista, su potencial inflamable. Nace sana, viendo y oyendo, poco después de la Guerra Civil americana, en una familia confederada, rica y racista. Una enfermedad infantil, sin embargo, la deja ciega y sorda. Y ahí se activa la maquinaria para contratar los mejores servicios, los de Anne Sullivan, que enseña a la niña a comunicarse con las manos hasta que habla por los codos, inspirando el relato de superación personal que dominó su vida y películas como El milagro de Ana Sullivan (1962), de Arthur Penn. Por si eso fuera poco, la talentosa Keller fue a la Universidad de Harvard, financiada por un magnate de la Standard Oil, gracias a la intercesión de Mark Twain. Aristocracia intelectual, mecenazgo petrolero y Ivy League para el vástago de una familia perdedora de la guerra, pero no de sus privilegios.

En la universidad, sin embargo, la historia de Keller da un giro. Lee a Karl Marx y a H. G. Wells. Reniega de su alta cuna. Entiende que su condición de mujer y discapacitada la emparenta con los vapuleados trabajadores de cuello azul. Se prodiga en publicaciones y conferencias ardorosamente feministas, anticapitalistas, antibelicistas y pro-soviéticas. Milita en partidos y sindicatos socialistas. Rápidamente, el elogioso relato mediático de la autosuperación muta en un agresivo capacitismo anticomunista. Con los años, Keller se va apartando del foco político. Y a su muerte, en el convulso 1968, una avalancha de efemérides y monumentos acaba de vaciarla ideológicamente, reduciéndola al clásico icono motivacional del ‘si quieres, puedes’, pura libertad negativa.

Pero la historia no acaba ahí. Con Internet y las redes sociales, el negacionismo se ceba con Keller. Cuestiona sus méritos y hasta su existencia, como quien impugna la redondez de la Tierra porque no ha visto la curva geodésica. Y se abre un triste fuego amigo, cuando el feminismo racializado y funcionalmente diverso reduce a Keller a su privilegio burgués y blanco. El fuego amigo lleva, a su vez, al apropiacionismo político, cuando la derecha WASP reivindica la blancura de Keller frente al malvado wokismo afro. Donald Trump Jr. defendiendo a una marxista-leninista de los ataques tuiteros de la activista Anita Cameron. Y ante un mundo que, como diría Stanley Kramer, está loco, loco, loco, loco, se planta Chévere para poner un poco de orden en la biografía de la discordia, es decir, en la batalla cultural nuestra de cada día.

Un Lehrstück interactivo

Chévere nos cuenta la historia de Keller como una pieza didáctica. Un Lehrstück, que diría Bertolt Brecht. Pero lo hace entre el formato del vídeo tutorial y el librojuego de elige tu propia aventura. Un teatro de tesis gamificado mediante la pregunta retórica del título (¿la mujer maravilla?) que se responde al final de la partida, en algo muy parecido a una moraleja.

Sería injusto, sin embargo, reducir la función a una adoctrinadora clase de Historia. Xesús Ron (Xron), dramaturgo y director de Helen Keller…, hace algo más sofisticado, irónico y autoirónico que eso. Desde el principio admite los límites del documento, las oceánicas lagunas del archivo, las selectivas imágenes risueñas de Keller. El tutorial, basado en la pregunta sistemática, parece surgir de ese mar de dudas. Y vemos cómo el teatro de objetos sale al paso del teatro documento, señalando y colmando sus vacíos, bromeando con sus incongruencias, encarnando a Keller en un maniquí de sastre que a veces luce como un constructivista material de trabajo, exhibiendo su faktura, y a veces recuerda, bajo las luces de Fidel Vázquez, a las pinturas metafísicas de Giorgio De Chirico, como una abstracción escéptica de la condición humana.

La dramaturgia bucea en las alocuciones de Keller, en el archivo epistolar de Sullivan, en la película de Penn con su icónica escena junto a la bomba de agua, el eureka que la sacó del pozo. Es cierto que, en su hora y media, la función arrastra los pies por sus pasajes más pedagógicos, que peca de simple al explicar el wokismo o al comparar la minorizada lengua de signos con la minorizada lengua gallega. Pero también es verdad que brilla un descomunal trabajo de documentación, glosado con inteligencia y desglosado en un ágil movimiento escénico, en unas bellas coreografías signadas y en una plástica alternancia de azules fríos y rojos cálidos. Y es en los altos del altibajo donde uno reconoce a la sólida compañía de N.E.V.E.R.M.O.R.E. (2021) y Curva España (2019).

La importancia de Ángela Ibáñez

La otra gran baza es el elenco. Patricia de Lorenzo, imprescindible en los montajes de Chévere, interpreta con gracia al torpe ciudadano medio intentando comunicarse con personas ciegas o sordas, sufriendo en sus carnes el penoso método Tadoma o balbuceando en alfabeto dactilológico. Chusa Pérez, autora de la idea original del espectáculo e intérprete de signos profesional, tiende un sólido puente entre ambos mundos. Y Ángela Ibáñez, actriz sorda y verdadera alma de la función, es quien nos acerca dramáticamente a la realidad de Keller, evitando un capacitismo teatral que predicara sin el ejemplo. La presencia en la sala de personas con visión y/o audición reducida, y su entusiasta aplauso silencioso, demuestra que otros elencos atraen otras plateas, que hay un público deseoso de empatizar con sus semejantes en escena.

Arte inclusivo y obras maestras

Hellen Keller… llega a Barcelona y al Teatre Lliure, coproductor de la obra con Chévere y el Centro Dramático Nacional, después de girar por Galicia y Madrid desde febrero. Un estrechamiento de los vínculos entre la compañía gallega y el Lliure que viene de la etapa de Juan Carlos Martel, y que ojalá continúe con Julio Manrique. Y un paso más en la trayectoria política de esta compañía, que se adentra ahora en un sendero en boga, el teatro inclusivo y accesible. Algo que se vio el pasado octubre en el CDN con el Ricardo III de Marco Paiva y Magda Labarga, un Shakespeare signado donde participaba la propia Ibáñez. En Barcelona, Les Impuxibles nos hablaron también de inclusión y lenguaje de signos en Suite TOC núm. 6 (2019). Pero la gran inmersión documental en el mundo sordociego quizá siga siendo el temprano film de Werner Herzog, El país del silencio y la oscuridad (1971).

Más allá de la sordera y la ceguera, la batalla escénica contra el capacitismo lleva una poderosa nómina de éxitos recientes de crítica y público, desde Mare de Sucre (2021) de Clàudia Cedó hasta Lectura fácil (2023) de Alberto San Juan, basada en la novela de Cristina Morales, Premio Herralde y Nacional de Literatura. Una vía que vale la pena explorar, al margen de éxitos, fracasos y modas, no sólo porque garantiza una elemental igualdad en el acceso a la cultura, sino porque permite explorar otros lenguajes escénicos, el gesto rítmico y el gesto signado, las manos verbales y paraverbales, el visual vernicular o un nuevo Gestus brechtiano. Y es verdad que los buenos sentimientos de inclusión no garantizan un buen arte. Pero también es cierto que vemos mucho teatro mediocre sin bucles magnéticos ni audiodescripción. Si faltan obras maestras más allá del capacitismo, quizá es porque hace poco que lo estamos intentando.

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