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La cenicienta en un sueño del siglo XXI
Publicat el: 4 de juny de 2024
CRÍTiCA: La cenerentola
Aunque ahora se recuerde poco, la historia de la ceniceinta se remonta a la antigua China en los albores de la era cristiana. El arquetipo de una mujer sobajada por su propia familia que termina casada con un príncipe es la base de un gran imaginario tradicional tanto en la cultura occidental como oriental. ¿Por qué nos sigue interesando esta historia después de todo este tiempo? Quizá porque nunca ha habido familia que no cometa injusticias con sus miembros más débiles, quizá porque los seres humanos somos especialsitas en sorprender siempre a quienes esperan algo de nosotros, pero sobre todo a los que no esperan nada.
El cuento llega a las manos de Gioachino Rossini (1792-1868) después de haber pasado por varias manos, entre ellas la de Felice Romani, y ya no trata de justicia o amor, si no de la virtud y la bondad, valores morales del teatro de la época. Muchos musicólogos y críticos musicales consideran esta obra como la última gran aportación al género de la ópera Buffa que hizo el cisne de Pésaro, sobre todo porque las obras posteriores a esta se parecieron más al pasticcio o se acercaron a la copia de sí mismo, cosa que Rossini hizo con todo descaro y humor. Lo interesante es cómo logra que el género buffo ridiculice los vicios y la deshumanización que predecía la incipiente revolución industrial, de la que el compositor es testigo. Lo más sorprendente es cómo aleja la historia de las hadas y el ambiente imaginario mágico, para convertirla en un retrato de hombres y mujeres mediocres, que en cierto modo responden a una dehumanización, que en montaje que nos ocupa, está claramente dibujada por muñecos de cuerda que sirven a los humanos.
Es extraño como funcionan las producciones actuales en el espectador e inlcuso en el intérprete. Una producción especialmente novedosa, con un punto de vista renovador de los símbolos ancestrales del imaginario de este cuento, como la calabaza o el Palacio, pero que no es rompedora, ni agresiva, si no más bien ingeniosa; que además siempre tiene la misma actividad escénica que la musical, incluso incluyendo acentos musicales en al acción corporal de una manera muy inteligente, parece ser demasiado moelsta para algunos espectadores e incluso para algunos intérpretes que se quejan de no ser suficientemente dirigidos. Parece que nunca se da gusto a todos en cuanto a la estética de un montaje.
Sin embargo y contra todos estas objeciones, habemos quienes hemos disfrutado enormemente de una puesta en escena limpia, clara y cuyo ritmo de acción escénica estaba a la par de la acción musical, lo cual no es lo normal con una música tan vital como la Rossini. Sorprendió muchísimo que la protagonista (Maria Kataeva) se desprendiera del cuerpo de baile, como si fuera una de ellas y tuviera la misma calidad de movimiento que sus compañeras de escena, bailarinas profesionales. Esto deja claro que lso protagonistas actuales se enfrentan a retos que en otros tiempos no se hubieran ni imaginado.
Precisamente de esta mezzosoprano hay mucho que decir en este su debut en este teatro. Una voz oscura, aterciopelada homogénea en color en toda la tessitura, enfrenta las coloraturas con frescura y un fraseo de alta calidad. Su trabajo fue relamente remarcable tanto vocal como corporal, un excelente debut en este teatro.
La solvencia vocal de Javier Camarena es incuestionable. La belleza de los seis dos del aria quedó manifiesta incluso en la función en la que ya estaba enfermo. el agudo brillante y eterno se complementa con unas coloraturas cristalinas y la fuerza de un centro que cada vez crece más. Es para recordar tanto el dúo con la mezzo del primer acto, como su aria en el segundo. Quizá lo más sorprendente sea el fraseo típicamente rossiniano del tenor y cómo logra que, frases que con otros intérpretes pasan desapercibidas, cada palabra del príncipe se entienda y tenga sentido escénico y musical. Es precisamente esa capacidad de significar cada frase, lo que lo aleja del tipo de personajes tan comunes del belcanto: Un príncipe que, a pesar de su posición, no decide por sí mismo sus acciones. Es un filósofo el verdadero artífice, esta vez interpretado por Erwin Schrott en una ocurrente versión de libro-abrigo-exhibicionista.
Un divertido y bastante homogéneo elenco nos regaló una de las partituras más hermosas y alegres del cisne de pésaro. ¿Cómo alguien a los 25 años podía escribir una obra tan madura y redonda? Doscientos siete años después de su estreno nos lo seguimos preguntando, precismanete por que sigue siendo una delicia que nos recuerda la felicidad de la ópera buffa, sobre todo cuando se canta así.
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