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CRÍTIQUES
Tosca Karl Forster 02
Imma Fernández
PER: Imma Fernández

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7

ANAR A FiTXA DE L’OBRA ENLLAÇ EXTERN

Un complejo maridaje pasoliniano

Publicat el: 14 de gener de 2023

CRÍTiCA: Tosca. Rafael R. Villalobos

Han pasado más de dos décadas desde las broncas a ‘Un ballo in maschera’ de Calixto Bieito y el Lohengrin de Peter Konwitschny y las cosas no han cambiado en la corte liceista. Los bochornosos abucheos de unos pocos pero muy ruidosos espectadores impidieron al resto del respetable seguir uno de los pasajes de esta arriesgada y transgresora ‘Tosca’ firmada por el joven director escénico sevillano Rafael R. Villalobos. En la función del sábado 7, y en otras cuentan que ocurrió lo mismo, el griterío de desaprobación ensordeció el inicio del segundo acto, cuando a modo de breve prólogo –chirriante, por otra parte- se recrea en la boca del escenario el encuentro de Pasolini con el joven chapero Pino Pelosi (un inocente intercambio de caricias y coqueteo) en la noche de su muerte. En el estreno en Bruselas se hizo, con mayor acierto, en un palco. Los abucheos impidieron al público seguir la escena, y escuchar la canción de ‘Portofino’, aunque los actores mantuvieron el tipo. Lamentable la irrupción de esos intolerantes –la ópera también habla de la intolerancia- que van a propósito a reventar la función. Son libres de abandonar la sala y cuando baja el telón, de aplaudir o mostrar su descontento, pero es inadmisible esa enorme falta de respeto durante la representación.

Lo cierto es que el difícil encaje de bolillos que ha tramado Villalobos, ensartando a Pasolini en la obra maestra de Giacomo Puccini, no convenció. Pero hay que admitir que ese complejo maridaje parte de una conexión muy plausible, con detalles muy bien estudiados, aunque algunos solo reconocibles cuando se escuchan las explicaciones de Villalobos. En el primer acto, el escritor y cineasta –de niño y adulto (un actor lo recrea sin decir palabra)- pasa de puntillas por el escenario, unas pinceladas que no alteran la trama original. Tras el entreacto llega el  monólogo sobre el papel del artista que desencadenó la protesta y toman protagonismo las referencias al universo pasoliniano, y muy en concreto a su polémica y censurada película póstuma, ‘Salò o le 130 giornate di Sodoma’ (1975), con desnudos, torturas y humillaciones.

Villalobos plantea un paralelismo entre la persecución que sufrió el cineasta antifascista y la que sufre el pintor liberal Mario Cavaradossi en la ópera. Dos artistas incómodos aniquilados, símbolos del afán revolucionario y liberal frente a los totalitarismos. Compara la República Sadò de la obra de Pasolini, donde cuatro poderosos nazis someten a unos jóvenes a abominables torturas y humillaciones sexuales para dar rienda suelta a sus perversiones, con la del jefe de la policía del Vaticano, Scarpia, un tipo también cruel y lascivo que chantajea a Tosca con perdonarle la vida a su amante, Cavaradossi, si ella accede a sus deseos. Puede entenderse el paralelismo, pero el resultado es que pierde fuelle la emoción pucciniana, el triángulo de amor y celos, con el trasfondo político y religioso de la Roma de 1800.  Sí es verdad que se logran imágenes bellas, como la de Tosca y Pasolini juntos, dos almas en pena compartiendo su dolor, víctimas ambos del poder represor.

Muy entregada, la soprano Maria Agresta, en su exigente papel de Tosca,  diva poderosa y a la vez frágil mujer enamorada, se llevó los mayores aplausos de la noche. Mostró su complicidad con el expresivo tenor Michael Fabiano (Cavaradossi), de bello timbre, del que se comunicó estaba algo indispuesto, mientras el barítono Zeljko Lucic defendió al Baró Scarpia, mejor con su fuerte presencia que en lo vocal. En la cuestión musical, la potencia sonora del director Henrik Nánási ahogó en algún momento a los cantantes, en especial a la protagonista. Tampoco fue acertado el coro interno, sin asomar en escena.

La escenografía blanca, limpia y elegante apuntala la atmósfera fría. Con su estructura giratoria, resultó funcional, sirviendo para recrear los tres escenarios de Roma: la iglesia de Sant’Andrea della Valle (donde el retrato de la Attavanti aparecía y desaparecía, en un recurso mal resuelto, a conveniencia de la acción), el Palazzo Farnese y el Castell de Sant’ Angelo. El piso central un poco hundido impedía ver bien desde la platea cuando algún personaje, como Pasolini, se recostaba en el suelo. Frente[IF1]  a ese blanco impoluto, contrastaban los impactantes cuadros expresionistas de Santiago Ydáñez. Suyas son las pinceladas más terroríficas de la producción, más incluso que el propio Scarpia: las pinturas de cuatro perros rabiosos –fascistas- y un guiño al tenebrismo de Caravaggio recreando a Judith (desnuda) degollando a Holofernes. Buscaba Villalobos acercarse al terror, a la oscuridad, desde la belleza de la plástica, y aquí lo consigue. Todo fluye en un plano esteticista –esclavos desnudos y torturadores de negro- y es incomprensible que en este siglo XXI se tilde de escandalosas esas inofensivas imágenes.

Hay que valorar la osadía y el trabajo de Villalobos, cuya intención es siempre trasladar lo que quiso contar el compositor, en este caso Puccini, al público contemporáneo, buscando nuevos significados. Afrontar las óperas desde otros puntos de vista, algo necesario para revitalizar el repertorio.  [IF1]

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