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Fascinante encuentro con Buñuel
Publicat el: 25 de novembre de 2021
CRÍTiCA: Sonoma. La Veronal
Una larga ovación, como la recibida en el prestigioso patio de honor del Palais des Papas de Avignon en julio, coronó la presentación en Temporada Alta del magnífico homenaje a Buñuel ideado por Marcos Morau para su compañía La Veronal. El coreógrafo y director rinde tributo al genio de Calanda revisitando tradiciones y costumbres que fascinaban al cineasta aragonés, sin olvidar la omnipresente religiosidad, desde una mirada vanguardista y muy personal, como hacía el propio director de ‘El ángel exterminador’. El resultado es, visual y sonoramente, subyugante.
El fantástico imaginario de Morau va más allá de la danza. El juego con los sonidos empieza ya en el título. Sonoma, ciudad californiana pero aquí una imaginada fusión del griego soma y del latín sonum. El creador valenciano concibe un singular paisaje sonoro que bascula entre lo atávico, lo tradicional, y la contemporaneidad, con toques surrealistas. Las nueve estupendas intérpretes nos dejan una letanía de gritos, aullidos, jadeos, quejidos de parto y de dolor, en un viaje de fascinante onirismo que es también un viaje hacia la libertad. Se incluye un repertorio de bienaventuranzas –lástima que sea en francés- y se reivindica el papel de la mujer –“somos las que devolveremos los muertos a la vida”, recitan-.
Empiezan las artistas deslizándose velozmente sobre el escenario ataviadas con largos y rígidos vestidos tradicionales. Parecen moverse sobre ruedas, cual muñecas mecánicas, pero no es así, aunque las largas faldas impiden ver si hay truco. De esas criaturas autómatas pasamos a otra horda de mujeres oprimidas, aprisionadas en unos trajes con unos pañuelos negros que cubren sus rostros.
De la mano de una danza picassiana, marca de la casa –distorsiones con gestos milimétricos, movimientos espasmódicos, fragmentados-, asistimos a distintos cuadros entre la sugestión hipnótica, lo ancestral y la animalidad. Se invocan ritos y ceremonias de muerte y de vida. Hay momentos en que las artistas se mueven formando un todo, como un ciempiés, y en otros corren frenéticamente asemejando animalejos, insectos, quizá las hormigas que para el surrealismo representaban el cosquilleo del deseo sexual frustrado.
Habla también de las ataduras de la religión, con una gran cruz de madera en el suelo envuelta en cuerdas que manejan las bailarinas; y recoge la tradición de los gigantes y cabezudos, con dos abuelitas cabezudas y un guiño surrealista: un gigante decapitado.
Visualmente dominan los claroscuros. El negro y el blanco, las sombras (preciosas las siluetas sobre las grandes pantallas) y la luz. Excelente el trabajo de sincronización en la danza coral, todas con moño y persiguiendo la perfección de las gimnastas y nadadoras rusas. Capítulo aparte merece el fenomenal diseño de vestuario que firma Silvia Delagneau. Los distintos trajes marcan el camino desde la opresión –trajes encorsetados y rígidos del principio- hasta la liberación y la luz, con vestidos ligeros blancos, tocados de flores y bolas luminosas. Y un hallazgo sobresaliente representando la liberación total: esos vestidos livianos que al dar vueltas como los derviches se alzan en vuelo y cobran vida ahuecándose y creando formas circulares como si llevaran invisibles miriñaques. Absolutamente fascinante. Al final, como dijo Buñuel, “la fuerza misteriosa e irresistible” de los tambores de Calanda nos despierta del maravilloso sueño.
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